Friday, December 26, 2014

NAVIDAD


Cuando mis hermanos y yo éramos niños, esperábamos con ansias las vacaciones. Las de Semana Santa nos gustaban porque venía el Conejito, las de verano porque eran muy largas, pero las de Navidad eran, sin lugar a dudas, las mejores y más esperadas.

El clima te hacía sentir la llegada de muchas sorpresas. Había olores en el aire, con los que ninguna otra época del año podía siquiera competir: las galletas horneándose, el pavo, el bacalao, la chimenea, el pino.

La casa se transformaba: en el hall de la entrada, el arbolito estaba prendido casi todo el tiempo y sus luces se reflejaban en los múltiples regalos. Y verdaderamente eran múltiples, pues a mi papá, famoso periodista en los años sesenta, le llegaban canastas y más canastas de regalo. Era difícil cruzar el hall, pues los regalos abarcaban fácilmente unos cuatro metros desde el árbol hacia la puerta de entrada.

A nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba mucha emoción que llegaran nuevas canastas, aunque no fueran para nosotros.  No nos interesaban las botellas de cognac, whisky ni cualquier otro licor,  ni las latas de foie gras, las peladillas, los mazapanes de figuritas o los frascos de marron glacé, mucho menos los turrones, las nueces ni las aceitunas. Lo que realmente nos interesaba, y por lo que metíamos los dedos entre el celofán y la canasta, aunque la canasta nos picara los dedos, eran los chocolates que había sobre el heno que las canastas solían tener en el fondo. Era un trabajo difícil, en el que las nueces nos dificultaban la maniobra. Pero después de mucho intentarlo, sentados sobre el piso frío del hall, haciendo como si admiráramos el árbol, por fin lográbamos sacar los chocolates.
Ningún adulto se enteraba de esos pequeños hurtos, pues nos cuidábamos mucho de esconder los aluminios de colores que servían para envolverlos, además de que ellos ni cuenta se daban de la existencia de esos chocolates.

Ahí no terminaban nuestras travesuras navideñas: con mucho cuidado nos metíamos debajo del árbol de Navidad para buscar nuestros regalos, los que tenían nuestro nombre y que estaban ahí durante días, pues nuestras abuelas y tías los traían a la casa desde antes.

¿Creían que resistiríamos la tentación?

¡Por supuesto que no!

¿Qué niño podría?

Con mucho cuidado despegábamos la cinta adhesiva que habían usado para pegar el papel que envolvía el regalo, pero debo reconocer que esta técnica no era muy efectiva, pues el papel se dañaba o se rompía y era muy difícil que el regalo se viera intacto.

Así es que tuvimos que mejorar las técnicas de espionaje y ahí fue donde fue muy útil una pequeña navaja que mi papá me había comprado en el mercado en Tepotzotlán. Era amarilla y la navaja estaba un poquito floja, pero era de mis posesiones más valiosas. Valía cada centavo que mi papá había pagado por ella. La usaba para cortar plastilina en rebanadas, para separar las hojas de los libros que aun las tenían dobladas y, obviamente, para abrir los regalos de Navidad.

Era una técnica muy simple que nos enseñó mi hermano mayor. De hecho, creo que fue lo único útil que nos enseñó. Se trataba de cortar con la navaja un cuadrado del papel de un lado de la caja del regalo, ver de qué juguete se trataba y volver a pegar el cuadrado. De esa manera, nadie notaba que la envoltura había sido alterada.

Aunque no lo parezca, nuestro espionaje era una ventaja para Santa Claus, pues al saber con anticipación qué regalos teníamos bajo el árbol, se ahorraba la compra de un juguete repetido.

Así, cuando llegaba la hora de abrir los regalos la noche del 24 de diciembre, después de haber ido a "misa de gallo" y de haber cenado, cada uno de nosotros ejecutaba su mejor actuación poniendo cara de sorpresa frente a cada uno de los regalos de los parientes presentes.

Lo único que sí era sorpresa, pues no los abríamos con anticipación, era el contenido de las cajas que sabíamos que contenían ropa, pues la verdad es que nos daba igual que se tratara de una pijama o de un sweater.

Las Navidades ahora son muy diferentes. Mi familia ya no es como solía ser: unos se fueron y otros llegaron. Mi árbol ya no tiene miles de regalos, y no tengo que espiarlos para saber qué son, pues yo los envolví. Nadie viene a mi casa con anticipación a traer regalos y, definitivamente mis hijos son mucho menos curiosos de lo que éramos nosotros.

Pero aún cuando todo es diferente, tener en mi mesa la noche del 24 a mis seres queridos, sigue teniendo un encanto muy similar al que tenían aquellas Navidades de mi infancia.


Silvia Ramírez de Aguilar P.


Monday, November 24, 2014

EL SANDWICH



Cuando entré a la sala de la tele, fue lo primero que vi: un sandwich tirado cerca de uno de los sillones.

¿Un sandwich?
¿De dónde saldría?

Miré a mi alrededor buscando una pista.

Lo único inusual era la chamarra del amigo de mi hijo, que había venido de visita para tocar la guitarra. Era una chamarra negra, de piel.

Pensé que no tenía porque saber que su sandwich se había salido del bolsillo de su chamarra y, sin pensarlo más, lo metí en uno de los bolsillos.

Pero después dudé si el sandwich era del amigo o si era de la señora de la limpieza, quien casualmente también estaba ese día en la casa. Tal vez se le había caído a ella, así es que fui a buscarla para preguntarle.

No, el sandwich no era de ella.

Pasaron un par de horas, y cuando mi hija y yo fuimos a ver la tele, quiso mover hacia un lado la chamarra del amigo. Fue entonces que le advertí que tuviera cuidado, pues el sandwich se podría volver a caer.

Mi hija puso una cara muy extraña.

- ¿Qué? -pregunté.

La vi dudar entre hablar o no.
Yo no sabía a qué se debía ese extraño comportamiento, hasta que, finalmente, lo soltó:

- ¿Un sandwich que estaba por aquí?

Asentí, no sabiendo muy bien hacia dónde quería llegar.

- El sandwich es mío -dijo al fin.

- ¡¿Qué?! -exclamé.

Oímos pasos, alguien bajaba la escalera. Eran mi hijo y su amigo.

- Rápido, rápido -urgí a mi hija-, saca el sandwich.

Ella se apresuró a sacarlo, y estuvo a punto de no lograrlo, pues el amigo se acercó a tomar su chamarra. La levantó junto con la mano de mi hija dentro del bolsillo, pero como estaba distraído hablando con mi hijo, no notó el momento en el que la bolsita del sandwich salió, jalada apenas por una esquinita, por los dedos de mi hija.

Ella y yo nos miramos, apenas pudiendo contener la risa.

Después, durante la cena, le contamos a mi hijo la aventura del sandwich. Fue una cena muy divertida, imaginando la reacción del amigo si hubiera encontrado el sandwich en el bolsillo de su chamarra:

1. Podría creer que esa no era su chamarra.
2. Podría pensar que su mamá lo había puesto ahí.
3. Podría pensar que le habíamos visto cara de hambre.
4. Tal vez, si tenía hambre, sin importarle de dónde había salido, simplemente lo abriría y se lo comería.

Se nos ocurrieron mil posibles escenarios en torno al sandwich en el bolsillo, y desde entonces disfruto mucho el imaginar al amigo saliendo de nuestra casa, ir caminando por la calle, meter la mano en el bolsillo y descubrir que ahí hay algo extraño. Lo imagino sacando ese objeto suave y extraño del bolsillo y darse cuenta de que es un sandwich desconocido. Su cerebro intentaría en vano encontrar el origen del sandwich.

¿Desde cuándo estaría ahí?

Y el pobre cerebro vuelto loco al no encontrar ni rastro del sandwich.

¡Qué divertida escena!

Me arrepiento de haberle dicho a mi hija que lo sacara del bolsillo.


Silvia Ramírez de Aguilar P.

Monday, November 10, 2014

SERVILLETAS AMARILLAS Y OTRAS HISTORIAS DE LA VIDA REAL



SERVILLETAS AMARILLAS Y OTRAS HISTORIAS DE LA VIDA REAL

(El libro)
A la venta a partir de hoy en:
sramirezdeaguilar@yahoo.com.mx


        

Sunday, July 20, 2014

LA LUNA

Anoche que estaba mirando la Luna, pensaba en mi papá. Lo recordaba aquel 20 de julio de 1969. Un día que, casi cincuenta años después, aun conservo en la memoria. No diré "como si fuera ayer", porque sería una mentira, pero definitivamente no "como si hubiera sido hace cuarenta y muchos años".

Yo tenía ocho años. No tenía la menor duda acerca de la veracidad de lo que estaba aconteciendo. En ese momento me sentía unida a todo el planeta. Sabía, porque así me lo habían dicho, que la gente de todo el mundo vería las mismas imágenes que nosotros, al mismo tiempo que nosotros. Era un sentimiento de hermandad impresionante.

Por otro lado, mis hermanos y yo veíamos cada vez más cerca el hacer nuestra vida diaria en coches voladores. ¿Porqué no? Si un cohete podía llegar a la Luna, sus tripulantes pasear sobre ella y todo el mundo verlo por la tele al igual que veíamos nuestras caricaturas favoritas, era muy posible que pronto viviéramos como vivían los Supersónicos.

Recuerdo a mi papá, emocionadísimo, tal vez pensando lo mismo que yo, sentado cerca de la tele en el hall de la casa. Ni siquiera se recargaba para no perder detalle de tan importante momento.

Teníamos unos sillones tipo colonial, en los que estaban sentados mis hermanos y un tío y una mesita de centro del mismo estilo. Ahí estaba yo, hincada, jugando con el contenido de unos botecitos de Super Masa, que era una masa para modelar. Mi mamá iba y venía, y creo que en algún momento trajo unas botanas.

Mientras veía la histórica transmisión de los astronautas en la Luna, yo me fabricaba con la Super Masa una luna y un cohete, y unos maltrechos astronautas miniatura para que caminaran por la pequeña Luna. Recuerdo el olor de la Super Masa (parecido al olor de los mazapanes españoles que venden en Navidad), la textura del tapete del hall en mis rodillas, recuerdo haber pasado mi uña por una orillita de la mesa y haber sacado una espiral de tinte de la mesa que incorporé a mi masa y después me arrepentí. Pero lo que más recuerdo es a mi papá con su pipa en la mano.

Meses después, mi papá, siendo un periodista muy famoso en aquellos tiempos, fue invitado a un evento organizado por la Presidencia. Ahí, tuvo la oportunidad de conocer a los astronautas y mi hermano, que lo acompañó, regresó a casa con los autógrafos de esos hombres que hablaban de sus experiencias en nuestro satélite.

Actualmente estoy convencida del engaño de que fuimos objeto una parte de la humanidad, ya que otros no tenían tele y a otros la llegada a la luna les tenía sin cuidado. Sin embargo, agradezco la mentira, pues gracias a ella tengo el recuerdo más vívido de mi papá, quien murió un año después, totalmente convencido de la gran hazaña norteamericana. Gracias a eso, cuando veo la luna, puedo ver a mi papá feliz, sentado frente a mí y puedo oler el agradable aroma que sale de su pipa, mezclado con el olor de la Super Masa.

En esos momentos, vuelvo a tener ocho años, mi papá vuelve a estar vivo y vuelvo a creer que el hombre llegó alguna vez a la Luna.

SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

Wednesday, July 16, 2014

LA SEÑORA DE LA PUERTA


 Todo empezó una mañana en la que, siendo niña y por alguna razón que ya no recuerdo, me pareció una excelente idea anunciar a mis hermanos que durante la noche había visto a un fantasma, que era una mujer que estaba parada a la entrada de mi recámara.

- ¿De veras? -preguntó Luis,  emocionado de que algo así hubiera sucedido en la casa, pero nada extrañado de que yo no me hubiera espantado con la presencia de una mujer fantasma.

Y yo, orgullosa de mi falsa experiencia, le dije que era verdad. Estuvimos de acuerdo en que era algo muy extraño, y fue hasta entonces que se le ocurrió preguntarme si había tenido miedo. No, claro que no había tenido miedo.

Hasta ahí era una mentira cualquiera, como las muchas que dije en mi infancia y que no tuvieron consecuencias. Además, yo no pretendía más que asombrar a mis hermanos, cosa que logré con Luis. Me alegró ver su cara de sorpresa, y estaba a punto de cambiar de tema, cuando a mi hermano Jorge se le ocurrió decir que él también la veía, dando a entender que no era cosa de una vez, sino algo frecuente.

- ¡¿Qué?!

Tan solo lo pensé, pues de haberlo dicho, mi mentira se hubiera arruinado.  Me dejó boquiabierta, pues ahora hasta parecía que él era el favorito de "mi" fantasma. ¿Cómo era posible que lo visitara más seguido que a mí?

No dije nada, para no arruinar mi historia, pero ya vería Luis a quién quería más la fantasma.

Así es que para que Luis viera que yo la conocía más, le di detalles sobre su apariencia. Tenía un vestido largo, blanco, de una tela vaporosa y el pelo largo y negro. De reojo miraba a Jorge, como retándolo a que me superara. Pero Jorge, muy tranquilo, tan solo asentía, confirmando que, efectivamente, la señora de la puerta era tal y como yo la describía.

¡Qué frustración que se apoderara de mi fantasma! Y yo, sin poder decir nada, sin poder echarle en cara que esa era "mi" mentira, lo que lo convertía en doblemente mentiroso. Era absurdo que yo no dijera la verdad, pero no la dije, quién sabe por qué. Tal vez porque me encantaba tener una fantasma de visita. Además, aunque Luis creyera que también era de Jorge, Jorge sabía que no.

Los siguientes días, la Señora de la Puerta, pues ya era así como la llamábamos, vino a visitarme con frecuencia y ya hasta me sonreía, no olvidemos que yo tenía que ser la favorita. Por supuesto que esta información la recibía Luis en presencia de Jorge.

Y ¿qué es lo que hacía Jorge cada vez que yo hacía un comentario sobre la Señora? Pues muy cómodamente decía que a él también le pasaba lo mismo, lo cual provocaba mi enojo por no poder echarlo de cabeza.

No sé qué fue lo que sucedió, pero a partir de esa mentira, en mi recámara empezaron a suceder cosas extrañas que atribuimos, sin más, a la Señora de la Puerta, aunque no existiera.

¿O sí existía? Yo ya estaba muy confundida.

Tal vez lo que existía era un ente que se divertía haciéndome travesuras, porque a fin de cuentas no pasaba de ser una travesura el que me cambiara las cosas de lugar, el que me tirara las cosas del lugar donde las había puesto, que me apagara la luz o el que mi puerta se abriera sin que un humano lo hubiera hecho. No era algo que me asustara. De hecho era hasta divertido, tanto, que hasta empecé a hablar con "eso". Le decía que no me molestara, que no me apagara la luz en la noche porque no me dejaba leer, que no estuviera tirando mis cosas o que volviera a poner las cosas en su lugar porque había escondido justo lo que necesitaba en ese momento.

Así, pasó mi niñez y mi juventud, con esa invisible compañía. Por eso, cuando estaba a punto de casarme, creí que había llegado el momento de confesar a mi futuro marido que había tenido una extraña compañía toda mi vida. Sabía que Luis, mi futuro esposo, lo entendería. Lo que no me imaginé, fue que le encantaría. De hecho, creo que la Señora de la Puerta me hizo aún más atractiva a sus ojos.

Pocos días después estábamos en la sala de mi casa mi amiga Odette, mi amiga Araceli, Luis y yo. De pronto Luis, en voz alta, preguntó a la Señora de la Puerta si lo aceptaba como mi futuro esposo. La respuesta inmediata fue un parpadeo de la luz. Yo pensé que había sido una oportuna casualidad. Pero cuando la extraña conversación entre Luis y la Señora continuó, la casualidad dejó de parecer la posible explicación. No quedaba otra opción más que considerar la intervención de mis hermanos, por lo que sigilosamente me levanté para descubrirlos en su complicidad con mi futuro esposo.

Pero para mi asombro, no descubrí a ningún cómplice. Mis hermanos ni siquiera estaban por ahí.

Además de sorprendida, estaba celosa, pues ahora Luis y la Señora de la Puerta se habían convertido en los grandes amigos, teniendo conversaciones que yo nunca logré, pues yo no había pasado de tener monólogo, aunque la verdad es que no creo haberle preguntado nada. Incluso se despidieron cuando salimos de la casa con otro parpadeo de la luz.

¡Asombroso!

Definitivamente eso hizo a Luis más atractivo a mis ojos.

Nos casamos. Y, aunque seguramente nadie lo creerá, la Señora de la Puerta se fue a "vivir" con nosotros. Siguieron las travesuras en cada una de las casas en las que vivimos, hasta que llegamos a vivir a la casa en la que vivo actualmente. Aquí, las travesuras, extrañamente, se detuvieron.

¿Qué habría sucedido?

La respuesta la tuvimos un par de meses después, cuando supimos que los albañiles que estaban arreglando la casa en la que vivimos anteriormente estaban siendo "asustados". Les prendían y apagaban la luz, les abrían y cerraban las puertas, las cosas cambiaban de lugar...

¡Sí! Tenía que ser ella. Así es que la fuimos a buscar. No la vimos, pero regresó con nosotros en el coche. Los albañiles dejaron de quejarse. Y todos volvimos a ser felices.

Las travesuras volvieron a formar parte de mi vida, como siempre, como ha sido desde que inventé a la Señora de la Puerta.

¿Dónde dejé mis lentes?



SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

Sunday, June 22, 2014

LA PELUCA DE LA SEÑORITA FLEMING


La peluca de la señorita Fleming se había perdido.

Buscamos por toda la casa: debajo de las camas, dentro de los cajones, encima de las mesas, detrás de las puertas; entre la ropa sucia, entre la ropa limpia; dentro del refrigerador.

Sacudimos las cortinas, levantamos los tapetes, interrogamos a todos. Le echamos la culpa a la gente que vino de visita el día anterior, pero después recordamos que cuando se fueron la señorita Fleming aún tenía puesta la peluca, así es que nos sentimos avergonzados por haber sospechado de ellos.

Después de horas de dar vueltas por toda la casa y de dejar la casa patas arriba, decidimos reunirnos en la sala para ver qué haríamos para cubrir la calva de la señorita Fleming, quien solamente nos miraba pues no entendía ni media palabra de lo que decíamos. La pobre anciana apenas había llegado de Inglaterra y era nuestro primer huésped desde que decidimos rentar la habitación sobrante.

Carmela dijo que ella tenía una chamarra con capucha, que serviría muy bien para cubrir la cabeza de la señorita, y rápidamente la trajo para que la viéramos.

Armando se acordó que en uno de los armarios de la casa había una peluca de bruja de algún disfraz de Halloween y sugirió recortarla un poco para que se viera mejor.

Chabela, la cocinera, trajo un montón de espaguetis cocidos y sin decir nada, se los puso a la señorita Fleming en la cabeza. A nosotros nos gustó cómo se veía, pero ella hizo una mueca de disgusto, y regresó los espaguetis a Chabela. Después nos alegraríamos porque quedaron deliciosos a la hora de la comida.

Juan, como es artista, ofreció pintarle unos rizos en la cabeza, y casi convenció a la señorita Fleming de que esa era la mejor opción.

A mí, lo único que se me ocurrió fue enseñarle cómo podía hacerse una especie de turbante con una toalla, pero parecía que acababa de bañarse.

La señorita Fleming esperaba pacientemente a que resolviéramos el problema.

Armando fue a buscar la peluca de Halloween.  Era una peluca de pelo negro largo con unos mechones verdes. Creímos que a la anciana no le gustaría, pero hasta una sonrisa se le escapó. Tomó la peluca, se la puso y ya hasta le hizo una trenza.

De pronto, pasó corriendo por la sala nuestro perro Rex llevando un extraño animal gris en el hocico. Fue Rosita la que se dio cuenta que ese no era un extraño animal, sino la peluca de la señorita Fleming.

Todos corrimos tras Rex y finalmente, después de muchos jalones, le pudimos arrancar la peluca del hocico.

La señorita Fleming tomó la maltratada y babeada peluca, la examinó, se miró en el espejo y, sin más, aventó a Rex su antigua peluca y, tomando su bolsa, se fue muy contenta  a la calle con sus mechones verdes.



SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

Tuesday, June 10, 2014

LA RATA ENDEMONIADA



La llamada de mi hija me cayó como cubetada de agua fría; Sofía es única para dar malas noticias.
- Ma, creo que se metió una rata.
- ¿Qué? –fue lo único que acerté a contestar debido al escalofrío que recorrió mi espalda. El miedo y el enojo se acababan de apoderar de mí.
- ¿Otra vez? ¿Otra rata? ¿Porqué no se meten a las casas de los vecinos?
- Es que la muchacha dejó la coladera abierta -dijo Sof, tratando de justificarse, aunque no fuera su culpa.
- Ahorita voy –le dije malhumorada, pues tan solo de imaginar a una rata dentro de la casa me provocó dolor de estómago.
En mis peores pesadillas hay ratas devorando mis libros, destrozándolos con locura, convirtiéndolos en material de construcción para hacer nidos. Hay escenas en mi mente en las que vuelan pedazos de papel, bellas palabras destrozadas, los libros que fueron de mi papá convertidos en mil pedazos.
Sí, era una noticia horrible, así es que llegué a mi casa fuera de mí, con dolor de cabeza por el estrés, con unas ganas inmensas de ahorcar a la muchacha, lástima que fuera delito.
- ¿Qué le pasa a esa mujer? –estaba a punto de preguntar a mi hija, apenas entré.
Pero las palabras se me congelaron en la boca, pues lo primero que vi fue a la rata sentadita en el tapete del comedor mirando hacia la puerta de la cocina, que, por una razón incomprensible para mí, estaba cerrada. La rata quería irse y no podía.
El animal me descubrió y fue a esconderse debajo de un librero, a escasos centímetros de mis libros.
Entonces pude interrogar a mi hija.
¿Qué pasó?
¿Por qué estaba cerrada la puerta del comedor?
¿Dónde estaba la muchacha?
La razón por la que estaba cerrada la puerta del comedor era totalmente válida, pero total y absolutamente desagradable: en la cocina había otra rata. Mi dolor de estómago aumentó.
- ¿Qué? –mi voz salió sumamente aguda, y es que el Apocalipsis había llegado.
En mi casa había una invasión de ratas.
¿Porqué a mí?
¿Cómo podría poner los libros a salvo?
Las escenas de destrucción se agolpaban en mi mente.
Mi plan era sacarlas de la casa esa misma noche, y para hacerlo necesitaba armas. Las únicas de acción inmediata eran las trampas de pegamento, mis favoritas en casos como este y mismas que fui a comprar en ese instante.
Mi primer blanco: la rata que estaba debajo del librero.
Cuando regresé, sin pensarlo dos veces, porque ya lo había pensado como mil en el coche, puse una de las trampas entre el librero y la puerta de la cocina, un espacio de unos cuatro metros. Las demás, Sofía y yo las ubicamos por aquí y por allá y nos dispusimos a esperar. La "espera" fue excesivamente corta, pues antes de cinco minutos, cuando la rata se sintió segura, salió de su escondite. Caminó por los alrededores, olfateó algunas cosas, emitió un extraño sonido gutural y en su camino hacia la cocina, se detuvo frente a la trampa.
Sofía y yo conteníamos la respiración, no queríamos distraerla o asustarla. Por un momento, creímos que pasaría de largo. Pero de repente, la rata dio un pequeño salto y aterrizó justo en medio de la trampa. Nos quedamos boquiabiertas. ¿Qué clase de rata era esa? ¡Qué tonta!
Apenas acababa de caer, se dio cuenta de su error y empezó a moverse con desesperación. Para despegarse intentaba saltar, levantando la trampa con cada salto.
Nos quedamos viendo la danza de la trampa, esperando a que pasara algo más, pero la realidad es que no podía dejarla ahí, a medio comedor, a esperar su muerte, así es que subí la trampa a un recogedor.
Fue una malísima idea, porque mordiendo la orilla del recogedor, la rata estuvo a punto de despegarse de la trampa.
- ¡No! ¡No! -exclamé asustada, como si la rata pudiera comprenderme.
Y apenas saltó un poco, bajé la trampa del recogedor. Mi hijo tuvo una brillante idea, pegar el palo de una escoba a la trampa y así arrastrarla hasta el garage. Resultó una maravillosa forma de llevarla hasta la salida sin peligro de que se soltara. Y apenas a unos 50 centímetros de la puerta, pedí a mis hijos que la abrieran y se apartaran.
- Prepárense -les advertí-. Uno, dos...
Y tomando impulso, con fuerza, aventé la trampa hacia afuera con todo y escoba, al tiempo que decía:
- ¡Treeees!
Me sentí heroica, en mi mente había hecho un tiro audaz, de esos que vale la pena guardar en video para la posteridad. Había salvado a mis hijos de una terrible amenaza. Y además, los libros estaban a salvo, cosa que desde el cielo mi padre agradecería. También esperaba un agradecimiento más terrenal, el de mis hijos, orgullosos de su valiente madre, aunque los latidos de mi corazón casi pudieran verse a través de mi ropa de lo fuertes y rápidos que eran.
- Rápido, rápido, cierren la puerta -les advertí mientras corría hacia adentro.
Pero al verlos, no vi sonrisas, ni orgullo, ni lágrimas de agradecimiento. Lo que vi fue decepción, tristeza.
- ¿Qué? -pregunté extrañada.
- Qué mala onda -dijeron a coro
- Pobre rata, la aventaste contra el coche. Está atorada en la llanta.
En mi felicidad, cegada por mi ego, no había visto el resultado de mi tiro de hockey.
Y lo que son las cosas, la que resultó valiente, y de quien estamos orgullosos, es Sofía, que ama tanto a los animales, que fue a despegar a la asustada y maltrecha rata y la ayudó con pequeños empujones y palabras cariñosas a salir del garage.
En ese momento, la adrenalina provocada por el miedo a tener otra rata dentro de la casa, no me permitió detenerme en sentimentalismos, el show tenía que continuar, esta vez en la cocina.
Afortunadamente no había platos, cubiertos o comida a su alcance, pues todo estaba cerrado. Así es que, confiando en mi intuición, coloqué unas trampas estratégicamente y cerré la puerta que da al patio de servicio, pues no fuera a resultar que su familia decidiera seguirla, aunque estaba segura de que esta rata resultaría tan tonta como la anterior.
Cómo me equivoqué.
Ésta, resultó ser la peor rata de la historia de la humanidad. Las trampas pegajosas no tuvieron ninguna utilidad esa tarde, y tuvimos que irnos a acostar dejando a la rata como dueña y señora de mi cocina.
Para demostrar lo que era capaz de hacer, la primera noche decidió roer la puerta de la cocina, la que da al comedor. Afortunadamente no pudo salirse, pues el hoyo que le hizo no era lo suficientemente grande. Tuve que clavar una madera para evitar que siguiera destruyendo mi puerta.
Cada día movíamos el refrigerador, la lavadora de platos y la estufa, pero estaba tan bien escondida que no la encontrábamos. De día abríamos la puerta para que pudiera irse y de noche la cerrábamos para que no entraran otras ratas.
Se pegaba y despegaba de las trampas pegajosas durante las noches, comía raticida por montones y usaba mi cocina como baño. Hasta se comió el encendedor de la cocina, que creo que era lo único que había quedado a su alcance.
Una mañana encontramos manchas de sangre por todos lados, como pinceladas. No entendíamos qué podía haber pasado, hasta que vimos algo pegado a una de las trampas: era un pedacito de cola.
¡Qué asco!
Yo ya no cocinaba, pues mi estómago se revolvía tan solo de pensar que la rata defecaba, orinaba y hasta dejaba sangre por todas las superficies de mi cocina.
En esa época de obscuridad, los restauranteros del rumbo fueron muy felices y mi bolsillo se vio afectado de manera notoria. Nunca una rata me había salido tan cara.
Un día, desesperada por haber perdido parte de mi casa a manos... o patas de una vil rata, decidí dejar de lloriquear y tomar el asunto en mis manos. Convoqué a una junta familiar, les informé a mis hijos de mi decisión de recuperar la cocina y, dando a cada uno una escoba, porque a mí me daba miedito estar a solas con la rata, entramos armados a la cocina.
Es increíble, pero la cocina no olía como siempre, ni se sentía como siempre. Hacía más de una semana que la rata había tomado posesión de ella y si no se la arrebatábamos ya, quién sabe qué pasaría.
Definitivamente el lugar más indicado para buscarla era la lavadora de platos, así es que decidimos abrirla para verificar. En el momento en el que levantamos la tapa y nos asomamos, pudimos ver a la horrenda, enorme y furiosa rata mirándonos. Del susto soltamos la tapa. Qué bueno que la soltamos, porque se veía dispuesta a lanzarse sobre nosotros.
Y entonces fue cuando comprendí que saber que estaba ahí no mejoraba las cosas en lo más mínimo, pues ¿cómo la íbamos a sacar?
"¡Maldita rata!", pensé. Y, en mi impotencia, vacié dentro de la lavadora un bote de insecticida para que no pudiera respirar.
Estábamos decididos a acabar con ella. Mi hijo decidió crear la “trampa suprema”: puso un trozo de pizza (de la que tuve que comprar para cenar) en el centro de la cocina, una montaña de raticida encima de la pizza y muchas trampas pegajosas alrededor. Era sumamente tentador, pues ahí estaba su dosis habitual de raticida.
A la mañana siguiente nos dimos cuenta de que habíamos dejado abierta la puerta que da al patio de servicio. Lo primero que sentí fue mucho frío y un olor concentrado a insecticida. Al entrar, vi que la maravillosa trampa de mi hijo estaba intacta. Todo era muy raro. Lo más extraño es que la rata, por primera vez en días, no había usado mi cocina como baño.
Nos tomó un par de días comprender que se había ido, y mucho cloro, para animarnos a cocinar ahí.  Aunque, debo aclarar que al decir que la rata se fue, me refiero a que se fue de este mundo, no sé si dejó mi cocina. Temo volver a levantar la cubierta de la lavadora de platos, pues hay muchas posibilidades de encontrar ahí a la rata momificada.
La cocina, con el tiempo, volvió a tomar su olor, a ser la de siempre, donde se hace la sopa para la comida, donde se oyen las risas familiares, donde tomamos las decisiones y donde nos damos el beso de las buenas noches.
Pero de vez en cuando, cuando hay muchos platos por lavar y me siento tentada a usar la lavadora de platos, no puedo evitar pensar que la rata estuvo ahí, y que quizá todavía esté entre los cables y tornillos del motor de la lavadora. Y como no quiero meter mis platos junto con la momia de la rata endemoniada, le pongo detergente a mi esponja y sigo lavando platos, con la esperanza de poder superar algún día esa terrible experiencia.
Aunque, pensándolo bien, pudo ser peor... pero los libros están a salvo, y eso es lo que importa.


SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.





Saturday, April 19, 2014

LA GUITARRA



En mi adolescencia, no recuerdo cómo ni porqué,  llegó a mis manos una guitarra. Lo que sí recuerdo es que me pareció maravilloso tener un instrumento con el que tocaría la mejor música. Y con esto de “la mejor música” no quería decir que tocaría con la Orquesta Sinfónica, sino que las letras de mis canciones serían todo un éxito.

En mi salón, en la escuela, mis amigas, Irene, Liz y Diana tocaban muy bien la guitarra y hasta creaban sus propias canciones y yo, por supuesto, no quería quedarme atrás. Me parecía maravilloso poder inventar letras sobre diversos temas para que mis admiradores las repitieran. Podría escribir una canción que hablara sobre las horribles matemáticas y su inutilidad en mi mundo, otra sobre mi adoración por los libros, y así seguiría con cada tema que de una u otra manera tuviera importancia para mí, como mi gato siamés o mi colección de estampillas.

Sabía que no sería yo quien cantaría mis originales canciones, pues estaba consciente, desde entonces, de lo mal que cantaba, ya que así me lo había hecho saber el profesor de la escuela que no me aceptó en el coro. Aclaro que mi intento por pertenecer al coro no se debía a mi gusto por el canto, sino a mi interés por perder clases de manera justificada, por lo que enterarme de que cantaba mal no terminó con ningún sueño que tuviera en ese entonces. Así es que cuando me imaginaba a mí misma tocando la guitarra, sólo tocaba, no cantaba. Me veía de unos veinte años, con el pelo largo, alborotado y con algunos pastos secos por aquí y por allá, estaba recargada en un árbol, con el estuche de mi guitarra abierto frente a mí y la gente a lo lejos extasiada con mi música y cantando la letra, que ya se sabían, lo cual resolvía elegantemente mi falta de entonación hasta en mis sueños.

Solamente había un “pero” en mi felicidad: mi guitarra no tenía estuche. Me encantaban los estuches rígidos. De hecho, creo que los estuches de guitarra que se cerraban con unos broches metálicos me gustaban muchísimo más que las guitarras. Cada vez que veía uno, pensaba en la posibilidad de que hubiera dentro una ametralladora en lugar de una guitarra, como había visto innumerables veces en las caricaturas de mi niñez, aunque hubiera estado muy extraño que una de mis amigas sacara una ametralladora a media escuela.

Los vecinos de enfrente nos habían enseñado, a mis hermanos y a mí,  a tocar una melodía, y yo  había anotado las instrucciones en un cuaderno. Al principio tenía que consultar las instrucciones constantemente, lo que daba como resultado que tocara de una manera rígida. Era la melodía de Bat Masterson, de quien lo único que yo sabía era que se había muerto, pues en algún momento, la canción  decía "Bat Masterson ya se murió". De ahí en fuera no tenía idea sobre quién sería este personaje, y apenas hoy que lo busqué en Google y que he vuelto a oír esas notas musicales, me vengo a enterar de que era un pistolero del viejo oeste.

Con esa peligrosa profesión, no me extraña nada que se haya muerto.  En fin, que la música de este hombre de profesión extrema fue mi introducción al uso de las cuerdas de la guitarra.

Y como no me podía quedar tocando eternamente unas cuantas notas de una canción que hablaba sobre un tipo que se moría, mi mamá preguntó entre sus amistades a ver si alguien conocía a quien me pudiera enseñar a tocar guitarra.

No tardó en aparecer una amiga, que creo que era comadre de mi mamá, que conocía a un muchacho que daba clases y que necesitaba el trabajo pues su situación económica no era buena.

Así fue como una tarde llegó a mi casa el "profesor" de guitarra. Era un muchacho que olía a sudor y que era un poco mayor que yo. No me cayó muy bien y no me gustaba que me tocara los dedos para acomodarlos en la guitarra, pero decidí tenerle un poco de paciencia debido a mi interés por aprender a tocar. Al fin que cuando acabara la clase podía ir a lavarme las manos.

Empezó por enseñarme los nombres de las partes de la guitarra, las notas y por ponerme unos ejercicios, mismos que me dejaba de tarea. Recuerdo que, después de varias clases, las yemas de los dedos empezaron a dolerme. Aquí es prudente que analicemos que hay diferentes tipos de yemas en los dedos de la humanidad: 

Hay yemas que son muy planas y que casi no se notan.

Las mías no son de esas.

Las mías son como si fueran unas gotitas a punto de caer. Parece, como decía mi amigo Arturo, como si al nacer me hubieran sacudido las manos para quitar el exceso de materia prima y esas gotitas no hubieran tenido tiempo de desprenderse pues el material se secó antes de tiempo, como cuando se endurece la cera muy rápido. Así son mis dedos, como los de algunas ranas.

Tomando esto en consideración, se entenderá que cuando digo que me dolían las yemas, me refiero a un gran dolor. Le comenté al "profesor" lo que me sucedía, y su respuesta hizo que mis sueños sobre la belleza de convertirme en guitarrista ya no me parecieran tan glamorosos. Dijo que no me preocupara, que después se me formarían callos.

- ¿Qué??? -exclamé, verdaderamente horrorizada.

¿Callos? ¿Callos en mis suaves dedos? Yo no quería que mis manos parecieran los pies maltratados de algún viejo al que le lastimaran sus horrendos zapatos.

Pero el profesor siguió con su clase de lo más quitado de la pena, no entendiendo para nada mi alarma. Yo ya no pude poner atención. La guitarra dejó de ser un instrumento musical para convertirse en un instrumento de tortura.

Callos… callos… callos… callos… la palabra me retumbaba una y otra vez.

El “profesor” se fue esa tarde muy extrañado por mi falta de concentración.

Esa semana no hice la tarea, necesitaba que mis dedos se recuperaran para que siguieran siendo suaves. Intenté regalarle la guitarra a mi hermano Jorge para que él siguiera con las clases, pero aunque no le comenté lo de los callos, desgraciadamente mi hermano Jorge es muy listo, sospechó que algo había de malo con la guitarra y no aceptó. Eso me obligaba a recibir al “profesor” la siguiente clase y era algo que yo no quería.

Pero esta vez el “profesor” no vino solo, sino con un amigo. Quién diría que el amigo me daría la solución a mi problema.

Me pareció inapropiado que trajera a su amigo a mi casa, pero también un excelente pretexto para despedirlo. Pedí a alguien que le dijera que no iba a tomar la clase y a mi mamá no me acuerdo qué fue lo que le dije, pero el “profesor” dejó de darme clases.

Así fue como terminaron las clases de guitarra, mis dedos no perdieron sus yemas de gota a medio caer y la guitarra se quedó por mucho tiempo en mi vestidor. Hasta que un día, en una de esas batallas campales que a veces hay entre hermanos, fue usada como garrote sobre la cabeza de alguien y se rompió, por lo que fue a dar a la basura.

¡Qué lástima! Mis sueños de ser hippie en un parque tocando la guitarra se fueron a la basura junto con la guitarra. Aunque de todas maneras no tenía estuche. Y, además, canto horrible.

¡Ah sí! Y tampoco me sé ninguna canción.


SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

Saturday, April 12, 2014

TARDE DE "CAFÉ" CON TERE USHER



(Continuación de “Noche de Cumpleaños con los Usher” publicado el 7 de Febrero del 2014)

Un par de semanas después de su cumpleaños, Tere Usher dejó de trabajar en la misma oficina donde trabajábamos mi hermano y yo. La despidieron porque no sabía hacer nada, lo que sirvió para confirmar que era tonta por hacerse la tonta (dándonos la razón tanto a mi hermano como a mí). Supuse que jamás la volvería a ver, pero me equivoqué, pues unos meses después recibí una inesperada llamada de Tere Usher.

Tomé la llamada, más por curiosidad que por otra cosa. ¿Para qué me llamaría? ¿Querría alguna recomendación para un nuevo trabajo?

Me dejó muda cuando, después del saludo, lo primero que hizo fue reclamarme por no haberla llamado. Quise recordar en qué momento me había yo echado encima semejante compromiso, y al no encontrar nada en mi agenda mental, le hice saber que no habíamos quedado en eso y que yo ni su teléfono tenía. Al parecer era una forma tonta de iniciar una conversación, reconoció que no habíamos quedado en eso y, cambiando el tema, me preguntó cuándo nos veríamos.

Me sorprendió aún más, pues no éramos amigas, no teníamos la misma edad y me acababa de acordar que era tonta, pero fue tanta su insistencia que tuve que acceder. La condición que le puse fue: que ella viniera a verme. En realidad lo dije confiando en que le daría flojera, pero contrario a lo que yo esperaba, rápidamente dijo que esa tarde la tenía libre y que pasaría a mi oficina, y sin darme tiempo para que me arrepintiera, colgó el teléfono.

Nada más colgar, ya estaba incómoda por haberle dicho que sí. ¿Qué estaba pensando? ¿Acaso me había vuelto loca? ¿De qué podríamos hablar?

Resuelta a dejarla plantada, hice lo posible por irme antes de la hora de costumbre, hora que ella conocía por haber trabajado en la misma oficina que yo. Pero mis esfuerzos fueron en vano, pues antes de poderme escapar, la vi llegar toda sonriente. A pesar de ser un día muy nublado, Tere portaba unos lentes obscuros pasadísimos de moda.

Después de saludarme se sentó, se quitó los lentes y fue entonces que descubrí que llevaba un parche en el ojo izquierdo. Segura de que me diría que alguno de sus raros parientes le había sacado el ojo, le pregunté, solo como una formalidad, qué le había pasado. Confieso que me decepcionó mucho el saber que solo tenía una infección.

Groseramente, debo admitirlo, intenté ignorarla mientras preparaba mis cosas para irme, pero hubiera tenido que ser un monje tibetano para poder ignorar el constante parloteo que sale de la boca de Tere. Entre otras muchas cosas, mencionó que como era viernes quería salir en la noche a algún lugar. Además, agregó que como estaba sola, podía llegar a cualquier hora sin que la regañaran. La felicité por su buena suerte, pues no entendí, sino hasta más tarde, que no me estaba presumiendo, sino invitando. ¡Qué bueno que no entendí!

Cuando mi escritorio quedó listo, considerando que era suficiente visita por parte de Tere, y sabiendo que Tere no tenía coche, ofrecí llevarla en el mío. Ella aceptó mi oferta muy emocionada, lo cual logró que mi corazón se ablandara un poco y me propuse ser más amable por el resto de la tarde.

Durante el trayecto, que habrá durado unos veinte minutos, Tere habló, habló y habló. Debo decir que en ningún momento pidió mi opinión, ni tampoco me dio tiempo para expresarla, pues saltaba de un tema a otro, dejándolos todos inconclusos. Al llegar a su casa me preguntó, toda esperanzada, si tenía tiempo para quedarme a tomar un café. Por mi mente pasaron escenas del cumpleaños de Tere meses atrás. En esas escenas veía a mi hermano Luis con cara de asustado, a mi amigo Carlos no dando crédito a lo que sucedía y a varios de los parientes de Tere comportándose de maneras muy extrañas. Dudé si debía aceptar su invitación o no, pero al mirarla tan ilusionada, acepté.

Por primera vez veía la casa de Tere de día. Como buena anfitriona, empujó la rechinante y oxidada reja de su casa y me invitó a pasar. La pintura se estaba cayendo de las paredes, algunos de los vidrios estaban rotos, había muchos papeles tirados y el pasto estaba muy crecido.  Me llamó la atención que no usara llave ni para la reja, ni para la puerta de la entrada, pero ¿quién querría entrar?

En cuanto Tere abrió, noté un desagradable olor, como de caño. Dudé entre entrar o no, y hasta estuve a punto de decirle a Tere que acababa de recordar algún compromiso previo para salvarme de ese asqueroso olor, cuando mis ojos se posaron en la pared frente a la puerta. Decidí que definitivamente quería volver a ver los cuadros que me habían impresionado tanto la noche del cumpleaños de Tere y eso bien valía soportar la pestilencia de esa casa.

La vez pasada no me fijé que algunos de los retratos eran de la época de la Revolución. Mis ojos iban de uno a otro, queriendo memorizarlos todos para después poderlos describir con lujo de detalles. No podría decir cuál de ellos era más feo. Yo tenía un libro con fotos de escenas de películas de terror. En él, había fotos de los personajes creados por la industria cinematográfica desde los inicios del cine y ninguno en todo mi libro era tan terrorífico como estos retratos que tenía frente a mí. Todos tenían un aire familiar, en todos se repetía la nariz torcida y eran muy peludos, pero cada uno tenía ciertos detalles extras…

- Hola amiga –dijo una extraña voz, interrumpiendo mis pensamientos.

Mi mirada fue de la pared al ser que tan amablemente me saludaba. Casi no pude disimular el susto que me llevé. Era como los de los retratos, un sujeto pequeño, peludo, con la nariz torcida, con una joroba que lo obligaba a tener la cabeza girada hacia su lado derecho. Estaba frente a mí, sonriendo, dejando ver demasiados colmillos. Tenía la manita derecha extendida hacia mí, esperando darme un apretón de manos a manera de saludo.

- Hola amiga –repitió, ya un poco impaciente.

Me apresuré a extender la mano, no sabiendo si hacía bien o mal, dudando si mi seguridad estaría en riesgo. Sentí su manita peluda, húmeda, pegajosa. Pero él sonrió y Tere también. Aparentemente había hecho lo correcto.

Con disimulo limpié y sequé mi mano contra mi pantalón de mezclilla, y mientras les sonreía, mi mente era una verdadera revolución: no podía creer que estuviera viendo a alguien tan impresionantemente feo. No había otra palabra para describirlo. No había nada rescatable en esa persona, nada que no fuera feo. Pero su sonrisa… a pesar de los muchos colmillos, es una de las sonrisas más honestas que he visto en mi vida. Tanto, que hizo que cambiara mi falsa sonrisa por una verdadera.

Sentí compasión por él. ¿Cómo sería ser así?

Comprendí que lo estaba viendo fijamente y que eso no era nada amable. Desvié la mirada. La pared de los retratos ya no era interesante. Ya no había morbo, no cuando uno de ellos me sonreía así.

Pasamos a la sala, que supuestamente Tere había pasado toda la mañana limpiando. Y digo supuestamente, porque todo estaba polvoso. Cuando me senté, Tere me aclaró que a quien acababa de saludar era su hermano y que tenía quince años. Se llamaba Miguelito.

Miguelito decidió sentarse enfrente de mí. En ese momento era él quien me observaba, era yo el sujeto extraño. No perdía detalle de mis movimientos y, aunque me había enternecido, de todas maneras no sabía lo que haría y eso me ponía nerviosa.

De pronto, ladró el perro de la casa, que estaba afuera, y al que podíamos ver a través de la ventana. Miguelito se levantó como un resorte, fue hacia la ventana y le escupió al perro. Me quedé boquiabierta. Miré a Tere, esperando su intervención en semejante atrocidad. Pero Tere estaba encantada relatando una más de sus aventuras, de las que ni me enteré por estar ahora más nerviosa, pensando que también podía escupirme a mí.

Después de un rato, Tere cayó en cuenta de que no me había dado café. Ni tiempo me dio de decirle que no, se fue a la cocina dando saltitos, como suele “caminar”.

Mientras ella se fue, Miguelito me dijo que su perro se llamaba Ringo, y para que yo viera cómo lo quería, le escupió otra vez. Afortunadamente para el perro, pero desafortunadamente para mí, esta vez le falló la puntería y la saliva empezó a escurrir por el vidrio. Entonces noté que el vidrio tenía unas manchas secas de escurrimientos, lo que me hizo pensar que Miguelito tenía muy mal tino. Qué bueno por Ringo.

Tere regresó dando saltitos y dejó un vaso de supuesta limonada, pues se había acabado el café, sobre una mesa polvosa. La limonada tenía un aspecto turbio, por lo que ni la probé.

Unos pasos que se acercaban hicieron que me girara para ver de quién se trataba. Era la ya mencionada “Malencarada”, la que nos abrió la puerta aquella noche, hacía ya unos siete meses. Seguía igual de mal encarada que entonces. De la conversación que mantuvieron, deduje que era la madre de Tere y la mujer del sudario del cumpleaños debía ser su abuela. De la cocina salió un hombre secándose las manos con su camisa. Era el padrastro de Tere, y padre de Miguelito.

Cariñosamente le pusieron una chamarra al hermanito de Tere, le dieron instrucciones a Tere sobre lo que había para comer, y se fueron. A mí ni me saludaron, ni tampoco se despidieron. Tere apenas y los miró. Sin más, empezó a contarme una nueva aventura.

Minutos después, cuando ya no soportaba más el olor, le dije a Tere que ya me tenía que ir. Ringo dio un pequeño aullido y, al mirarlo, vi que me miraba de manera insistente. Ahora comprendo que tal vez pedía ayuda. Pobrecito.

Ya cerca de la puerta, decidí que no podía quedarme con la duda y pregunté a Tere quiénes eran esas personas. Pude ver cómo Tere se enorgullecía. Señalando a un revolucionario y a una mujer, dijo que eran sus bisabuelos. Después me enseñó a unos niños, diciendo que eran sus tíos. Me atreví a mencionar el parecido entre su hermano y uno de ellos y ella estuvo de acuerdo conmigo, incluso lamentó el no parecerse ella a sus horrendos parientes por ser más parecida a la familia de su padre. Parece ser que su bisabuelo materno fue un valiente revolucionario cuyo nombre ya no recuerdo.

También me extrañó ya no ver la puerta por la que habían metido al abuelo el día del cumpleaños, aquella que nos pareció un closet. Tere sonrió de manera extraña. Dijo que la habían cerrado desde la muerte de su abuelo, ocurrida hacía tan solo unas semanas. Enigmáticamente agregó que ese era el lugar de su abuelo. Me imaginé al pobre abuelo emparedado. Sentí aún más intenso el desagradable olor y con un apresurado adiós y una nausea a punto de hacer erupción, aparté a Tere de la puerta casi de un empujón y corrí hacia mi coche.

Arranqué tan pronto como pude, bajé la ventanilla y dejé que el viento de la tarde invadiera el interior del coche. Aspiré con ansia, necesitaba llenar mis pulmones con aire nuevo.

Aceleré.

Me urgía llegar a mi casa para hablarle a Carlos y contarle de todo lo que se había perdido.

 

 

SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

Thursday, March 20, 2014

EL ROEDOR




 
Todo empezó una noche alrededor del año 2002, de eso hace ya mucho tiempo, pero el recuerdo de esos días me ha estado rondando la cabeza últimamente.

En esa época, todas las noches al subir para acostarme le daba medio bolillo a mi perro Drac. El bolillo era la razón por la cual se quedaba conmigo hasta las once de la noche, en lugar de subir con mi esposo a las nueve y media o diez.

Esa noche, Drac comió su pan rápidamente y fue al baño a tomar agua de su plato mientras yo me lavaba los dientes.

Todas nuestras noches eran iguales: subir, ver a los niños, tomar agua, lavar los dientes, poner la pijama, apagar luces, leer… Pero esta noche, ya a punto de acostarme, noté algo desacostumbrado en nuestra rutina. Por alguna extraña razón Drac se acercó a la cama y empezó a olfatear con insistencia por debajo.

Al principio me pareció normal pues mis hijos dejaban juguetes o caramelos por todos lados, pero cuando Drac rodeó la cama y olfateó cada vez con más fuerza, supe que un roedor había estado o estaba ahí. Después Drac salió a la terraza, volvió a entrar y rodeó la cama, para volver a salir. Era como si estuviera siguiendo el rastro del animal. Por tercera vez, hizo lo mismo.

Yo no quería despertar a mi esposo para alarmarlo sobre algo de lo cual no tenía ninguna certeza. Y, además, esta vez, Drac regresó de la terraza y dando un largo suspiro, se dejó caer en el piso al pie de la cama para pasar la noche. Esta era la señal que yo necesitaba para saber que todo estaba bien, así es que, sin pensar más en ese asunto, abrí mi libro para leer como todas las noches.

A la mañana siguiente desperté emocionada pues quería arreglar una habitación que sería la nueva recámara de mi hijo, así es que después de desayunar puse manos a la obra.

Empecé por sacar algunas cosas que tiraría y esto me llevó a fijarme en  los cojines del sofá cama. Me acerqué a acomodarlos y fue entonces que vi una cuerdita.

¿Qué sería esa cuerdita que se asomaba por debajo del mecanismo del sofá cama?

Estaba a punto de tocarla, cuando se fue hacia abajo.

Me quedé paralizada porque comprendí que esa “cuerdita” era nada más y nada menos que la cola de una rata a la que estuve a punto de tocar.

Muy silenciosamente salí de la habitación y la cerré para dejar a la rata atrapada. Con cuidado metí entre la puerta y el piso un trapo con el que había estado limpiando, así la rata no podría salir.

¡Qué bien!

Compré y coloqué estratégicamente unas trampas de pegamento. Ya solo quedaba esperar a que la rata se quedara pegada y chillara con desesperación.

Pero pasaron los días y la rata ni se quedaba pegada a ninguna trampa, ni intentaba salir de la habitación. Me intrigaba saber de qué se estaba alimentando, así es que decidí inspeccionar cada rincón, pues no podía quedarse ahí indefinidamente. En cuanto guardara la ropa limpia de mis hijos, iría a investigar.

Y justamente estaba guardando la ropa, cuando escuché unos ruiditos provenientes de una cómoda que tenía uno de los cajones abierto. Sin pensarlo, cerré el cajón tan rápido como puede, pues me di cuenta que había estado esperando algo que nunca iba a suceder, la rata jamás se iba a pegar a una trampa pues las trampas estaban encerradas y la rata no.

La que en verdad salió silenciosa de la habitación aquel día había sido la rata, no yo. De hecho, la rata hubiera podido encerrarme a mí.

Escuchar a la rata moverse dentro de la cómoda, yendo de cajón en cajón intentando escapar, me hizo volver a la realidad. Y la realidad era que tenía a una rata encerrada en una cómoda y que no sabía qué hacer. Además, no había nadie en la casa. Bueno, nadie excepto...

- ¡Drac! ¡Ven, Drac!

Drac, fiel como siempre, vino corriendo. Se dio cuenta inmediatamente que dentro de la cómoda estaba la rata. Por un momento me arrepentí de haberlo llamado, pues hasta me empujaba queriendo encontrar un hueco por el cual meter la nariz.

Definitivamente lo más indicado era sacar la cómoda de la recámara, algo muy sencillo, pues era una cómoda pequeña.

Rápidamente mi cerebro alterado por la adrenalina ideó un plan perfecto: sacaría la cómoda de la recámara de mis hijos empujándola hasta mi recámara y de ahí hasta la terraza, en donde abriría un cajón y le daría golpes al mueble para que la rata se fuera a su casa.

¡Perfecto!

Todo fue de acuerdo al plan hasta que llegué a mi recámara y recordé un pequeño detalle… bueno, dos: los dos escalones que hay a media recámara.

¿Estaría cerrada la cómoda por abajo?

No lo recordaba y la verdad es que no me quedaba más remedio que arriesgarme. Eso sí, si se escapaba por abajo, no podría regresar a la recámara de mis hijos pues tomé la precaución de cerrar mi puerta.

Drac ya estaba ansioso por atrapar a la rata, así es que después de respirar profundamente levanté el mueble.

Como era de esperarse, la rata salió por abajo, pasó por encima de mi pie y corrió hacia la puerta. Ni tiempo tuve de aterrorizarme por ese breve contacto físico por estar al pendiente del recorrido de la rata. Como la puerta estaba cerrada, a la rata no le quedó más remedio que rodear la recámara con Drac pisándole los talones (si es que tienen). Subió los dos escalones, pasó por debajo de mi cama y salió por la terraza, por donde finalmente escapó de la persecución de Drac.

Con la puerta de la terraza cerrada, reubiqué las trampas pegajosas, por si acaso… Y claro, bien dicen que uno crea su realidad: el “por si acaso…” era una invitación a que regresara la rata.

No volví a mi recámara hasta la tarde de ese día.

Y ¿qué fue lo que encontré?

La puerta de la terraza estaba abierta y una de las trampas no estaba en su lugar, sino bocabajo en un lugar completamente diferente. Al levantar la trampa, descubrí que tenía pelo de rata pegado.

¿Cómo era posible? No le había bastado quedarse atrapada y después ser perseguida. La rata había regresado por más, y yo le daría más.

Lo primero que hice fue localizarla, lo que fue bastante sencillo, pues el ruido que hacía al moverse dentro del closet de mis hijos la delató.

El siguiente paso requería de la participación de otra persona y debo confesar que mi hijo de siete años me estaba pareciendo el compañero perfecto. Afortunadamente la puerta de la entrada se abrió, dando paso a mi esposo, quien entró muy sonriente pensando en pasar una agradable y tranquila tarde de tele. La sonrisa se le borró al enterarse que pasaría una ajetreada tarde de cacería, pero una vez asimilada la idea, decidió que era su oportunidad para crear un arma mata ratas.

Más tarde teníamos todo listo: cerramos puertas, cajones y levantamos las camas de los niños. Limitamos los escondites tanto como fue posible, y armados con una escoba y una especie de lanza que mi esposo fabricó, estábamos listos para enfrentar al enemigo.

Una, dos, tres…

Abrí el closet y metí la escoba por la parte de abajo. La rata se movió ruidosamente hasta llegar a mi vista. La empujé con la escoba, cayó al suelo y corrió hacia afuera. Siguió el camino que habíamos preparado, entró a mi recámara evitando varias veces ser clavada con la rudimentaria lanza. Nosotros la seguíamos. Recorrió una vez más el camino de la mañana y salió a la terraza. La alcancé justo a tiempo para ver cómo bajaba de la terraza a la barda y entraba por un agujero.

Mientras mi esposo preparaba cemento para tapar el agujero, yo monté guardia, lanza en mano, por si intentaba volver a salir.

Ya obscurecía cuando por fin quedó tapado el agujero de la barda. A esa rata nunca la volvimos a ver.

Rara vez la adrenalina recorre nuestros cuerpos haciéndonos sentir con más energía, audaces y valientes.

Aunque sé que han pasado muchos años desde entonces, mientras rompo el cemento, tengo la esperanza de estar abriendo una puerta a nuevas generaciones de ratas que se sientan atraídas a mi terraza, que me hagan sentir viva otra vez. Las recibiré gustosa con lanzas más sofisticadas.

¡Qué emoción!

 

SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

 

 

Tuesday, February 25, 2014

LA PRINCESA SIN MEMORIA



 

Había una vez un joven Rey que no tenía esposa, por lo que decidió ir a los reinos vecinos en busca de una. Durante años recorrió muchos lugares sin encontrar una mujer a la que pudiera convertir en su reina y, cansado de andar de aquí para allá, decidió hacer un alto en su camino.

 
Se detuvo en las afueras de una aldea que le pareció agradable y después de amarrar a su caballo se refrescó en un riachuelo que por ahí pasaba. Ya fresco y limpio, se recargó en el tronco de un árbol y se quedó dormido.

 
Escondidas atrás de unos arbustos cercanos a donde dormía el Rey, estaban tres hermanas que eran brujas. La mayor se llamaba Malbella, la mediana Malbona y la menor Malserioza. Todas buscaban marido, y este les pareció el candidato ideal. Empezaron a discutir entre ellas quién se lo quedaría, pero temerosas de que el Rey despertara y las fuera a oír, acordaron hacer un pacto: dejarían que el Rey eligiera a una de las tres y las otras dos respetarían esa decisión. Y una vez sellado el pacto con sangre, como era su costumbre, se fueron apresuradas a buscar a su hermano Stelistino para que se hiciera amigo del Rey.

 
Stelistino se acercó al Rey, como si pasara casualmente por ahí. Y, para hacer amistad, le ofreció un poco de pan y queso que sus hermanas le habían preparado en una canasta. El Rey al principio sintió un poco de desconfianza de ese hombrecillo de ojos saltones, pero todo se veía delicioso, así es que aceptó agradecido y comió pan y queso. Pronto se hicieron amigos y Stelistino, aprovechando que el Rey no tenía donde pasar la noche, le ofreció un lugar para dormir. Le dijo que vivía con su madre y sus amables y hermosas hermanas.

 
Desde que el Rey vio a las hermanas se enamoro de Malbona, pues el pan que había comido contenía un embrujo destinado a enamorarse de ella. Por eso, aunque las otras dos intentaron conquistarlo por todos los medios, tuvieron que aceptar no sólo el pacto, sino que el Rey ni siquiera las miraba.

 
Malserioza, desesperada, recurrió a su madre para que la ayudara a vencer a Malbona, pero ni los embrujos de la Bruja Mayor sirvieron para neutralizar el enamoramiento que el Rey sentía por Malbona.

 
Malbona no lo amaba,  lo único importante era haber vencido a sus hermanas, y el Rey sería un buen padre para sus hijos, de quien heredarían la corona y su apariencia, y eso para Malbona era mucho más importante que el amor. Así es que para asegurar la fidelidad del Rey, desde antes de la boda Malbona le hizo jurar que nunca amaría a otra mujer, sólamente podría quererla a ella. El Rey la amaba con todo su corazón, y para él fue fácil hacer ese juramento, por lo que sellarlo con sangre le pareció innecesario, pero lo hizo gustoso porque eso tranquilizaba a Malbona.

 
Pasó el tiempo y Malbella y Malserioza embrujaron a unos hombres y los convirtieron en sus maridos, pero como ninguno de los dos podía compararse con el Rey, por ser simples aldeanos, ellas seguían suspirando por arrebatarle el marido a Malbona.

 
Es muy difícil mezclar al bien con el mal, por eso pasó mucho tiempo para que el Rey y Malbona pudieran ser padres. Finalmente ella dio a luz a una hermosa niña.

 
El Rey estaba feliz con la pequeña Princesa, la amaba con todo su corazón y más que a nadie en el mundo. Esto hizo enfurecer a Malbona pues él había roto su juramento y lo odió con toda la fuerza de su alma. Ver a Malbona enojada con su esposo hacía muy felices a sus hermanas, quienes aprovechaban estos momentos para hacerle ver a Malbona lo poco conveniente que era el Rey para ella.

 
La relación entre el Rey y Malbona se debilitó sin que Rey entendiera el porqué. Malbella y Malserioza, cada una por su lado, volvieron a intentar conquistarlo, pero el Rey ni siquiera las veía, pues su única preocupación era luchar por arreglar las cosas con Malbona. Quería que su hija tuviera a sus padres juntos.

 
La falta de interés del Rey por sus cuñadas, hizo que Malbella y Malserioza también lo odiaran.

 
En ese momento el odio que sentían hacia el Rey hizo que las cuatro brujas se unieran: la madre y las hijas. Todas juraron que lo destruirían, y la mejor manera de hacerlo era quitándole lo que más le importaba en la vida: la Princesa.

 
El Rey no lo sabía, pero sus antepasados, que lo veían desde el más allá, estaban librando una batalla con el mal que había en la familia de las brujas. La primera en caer vencida fue la Bruja Mayor, pues aunque era una muy poderosa, era vieja y estaba enferma. El mal que había causado al Rey y a otros se le había regresado, terminando con su vida.

 
Al poco tiempo Malbona cayó enferma. El Rey, pensando que hacía un bien, pidió a la Princesa que no se separara de su madre, y aceptó que Princesa y Malbona fueran por un tiempo a quedarse con las hermanas de su esposa, quien creía que estar con su familia la fortalecería para recuperarse de su enfermedad. Ella no se dio cuenta que el veneno que tenía su familia sólamente empeoraba su situación.

 
Fue por entonces que el Rey notó que Princesa ya no era la misma, pero lo atribuyó a la preocupación que le causaba la enfermedad de su madre. ¿Cómo podía el Rey imaginar que a Princesa la embrujaban cada día Malbona y sus hermanas para que perdiera la memoria?

 
Princesa tenía muy buenos recuerdos de su padre, por lo que a ellas les costó mucho que lo olvidara. Pero eran persistentes y cada día Princesa se alejaba más y más del Rey.

 
Princesa ya no sabía quién era su padre, los brebajes que le daban hacían que lo viera como a un desconocido.

 
Malbona finalmente murió. Malbela y Malserioza decidieron no avisar al Rey para hacer creer a Princesa que aun cuando se había mandado un mensaje a su padre, él ni siquiera se había presentado en los funerales de Malbona, para que Princesa viera lo poco que le importaban al Rey ella y su madre.

 
Cuando el Rey se enteró, tiempo después, de la muerte de Malbona, sintió una enorme tristeza, pues aunque el amor entre ellos había terminado, era la madre de Princesa y sentía el dolor de su hija como propio.

 
Princesa, aconsejada por sus tías, pidió permiso a su padre para permanecer un tiempo con su familia materna, ya que necesitaba hacerse a la idea de que su madre ya no estaba en este mundo. Lo que más deseaba el Rey era estar con su amada hija, pero aceptó, pues le parecía que hubiera sido una crueldad negarle el permiso, incluso cuando algo dentro de él le decía que lo mejor era arrancar a Princesa de las garras del mal de esa familia.

 
El Rey no sabía la cantidad de podredumbre que había ido creciendo en Malbella y Malserioza. Sobretodo en Malserioza, quien se había hecho a la idea de que alguna vez podría casarse con el Rey, y al ver cada vez más lejos la posibilidad de que eso ocurriera, decidió quedarse con Princesa. Si no podía tenerlo a él, la tendría a ella. Sería la hija que hubiera tenido con él y que no tuvo por culpa de Malbona. Ahora que su hermana no estaba, usaría a  Malbella y todos sus hechizos para lograr su cometido. El Rey se arrepentiría de no haberla elegido a ella desde el principio. Odiaba al Rey y odiaba a Malbona. Por culpa de los dos ella no era feliz.

 
Cada día reforzaban en Princesa el embrujo de pérdida de memoria. Inventaban sucesos inexistentes en los que hacían creer a Princesa que su padre era un ser despreciable. Al principio, Princesa se resistía a creer todo lo que Malserioza y Malbella le aseguraban. Pero era una niña y creía que sus tías sabía más que ella, así es que acabó por creerlo, tanto, que ya no veía a su padre como una persona, sino como un furioso dragón dispuesto a lanzarle una llamarada.

 
El Rey estaba desesperado, pues Princesa apenas y lo reconocía, así es que pidió ayuda a un viejo mago. Por meses la magia de Mago luchó contra la brujería de Malbella y Malserioza. Las hermanas, desesperadas al ver que sus hechizos eran insuficientes, recurrieron a su hermano Stelistino, quien estaba como aprendiz de un gran brujo. El Brujo era malvado y tramposo, y con gusto aceptó ayudarlos.

 
Mago y Brujo lucharon. A veces parecía que uno ganaría, a veces parecía que sería el otro. Era magia muy poderosa la que empleaban.

 
Cuenta la leyenda que Mago y Brujo siguen luchando. Han habido muchas batallas entre ellos.

 
En realidad el que ganen o pierdan no tiene importancia, pues sólamente  Princesa tiene el poder para recuperar lo que Malserioza le quitó.

 
Dentro del corazón de Princesa hay una gotita de luz queriendo crecer, luchando contra el veneno con el que lo cubrieron, tratando de encontrar una pequeña grieta por la cual salir y limpiar la negrura en la que se convirtieron las mentiras que por años le han contado. Princesa tiene que creer a los aldeanos cuando hablan de su padre como de un buen hombre. Tiene que dejar que la luz de la verdad la inunde para poder ir recuperando sus recuerdos uno a uno y rechazar la obscuridad con que la cubrieron sus tías.

 
Y cuando Princesa esté lista, cuando haya recuperado el recuerdo de su amoroso padre y quiera acercarse a él otra vez, ahí estará Rey, para abrazarla de tal manera que todo quede olvidado y, aunque es imposible recuperar el tiempo perdido, tendrán mucho tiempo por delante para ser felices otra vez.

 

Silvia RamirezdeAguilar P.