Friday, December 26, 2014
NAVIDAD
Cuando mis hermanos y yo éramos niños, esperábamos con ansias las vacaciones. Las de Semana Santa nos gustaban porque venía el Conejito, las de verano porque eran muy largas, pero las de Navidad eran, sin lugar a dudas, las mejores y más esperadas.
El clima te hacía sentir la llegada de muchas sorpresas. Había olores en el aire, con los que ninguna otra época del año podía siquiera competir: las galletas horneándose, el pavo, el bacalao, la chimenea, el pino.
La casa se transformaba: en el hall de la entrada, el arbolito estaba prendido casi todo el tiempo y sus luces se reflejaban en los múltiples regalos. Y verdaderamente eran múltiples, pues a mi papá, famoso periodista en los años sesenta, le llegaban canastas y más canastas de regalo. Era difícil cruzar el hall, pues los regalos abarcaban fácilmente unos cuatro metros desde el árbol hacia la puerta de entrada.
A nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba mucha emoción que llegaran nuevas canastas, aunque no fueran para nosotros. No nos interesaban las botellas de cognac, whisky ni cualquier otro licor, ni las latas de foie gras, las peladillas, los mazapanes de figuritas o los frascos de marron glacé, mucho menos los turrones, las nueces ni las aceitunas. Lo que realmente nos interesaba, y por lo que metíamos los dedos entre el celofán y la canasta, aunque la canasta nos picara los dedos, eran los chocolates que había sobre el heno que las canastas solían tener en el fondo. Era un trabajo difícil, en el que las nueces nos dificultaban la maniobra. Pero después de mucho intentarlo, sentados sobre el piso frío del hall, haciendo como si admiráramos el árbol, por fin lográbamos sacar los chocolates.
Ningún adulto se enteraba de esos pequeños hurtos, pues nos cuidábamos mucho de esconder los aluminios de colores que servían para envolverlos, además de que ellos ni cuenta se daban de la existencia de esos chocolates.
Ahí no terminaban nuestras travesuras navideñas: con mucho cuidado nos metíamos debajo del árbol de Navidad para buscar nuestros regalos, los que tenían nuestro nombre y que estaban ahí durante días, pues nuestras abuelas y tías los traían a la casa desde antes.
¿Creían que resistiríamos la tentación?
¡Por supuesto que no!
¿Qué niño podría?
Con mucho cuidado despegábamos la cinta adhesiva que habían usado para pegar el papel que envolvía el regalo, pero debo reconocer que esta técnica no era muy efectiva, pues el papel se dañaba o se rompía y era muy difícil que el regalo se viera intacto.
Así es que tuvimos que mejorar las técnicas de espionaje y ahí fue donde fue muy útil una pequeña navaja que mi papá me había comprado en el mercado en Tepotzotlán. Era amarilla y la navaja estaba un poquito floja, pero era de mis posesiones más valiosas. Valía cada centavo que mi papá había pagado por ella. La usaba para cortar plastilina en rebanadas, para separar las hojas de los libros que aun las tenían dobladas y, obviamente, para abrir los regalos de Navidad.
Era una técnica muy simple que nos enseñó mi hermano mayor. De hecho, creo que fue lo único útil que nos enseñó. Se trataba de cortar con la navaja un cuadrado del papel de un lado de la caja del regalo, ver de qué juguete se trataba y volver a pegar el cuadrado. De esa manera, nadie notaba que la envoltura había sido alterada.
Aunque no lo parezca, nuestro espionaje era una ventaja para Santa Claus, pues al saber con anticipación qué regalos teníamos bajo el árbol, se ahorraba la compra de un juguete repetido.
Así, cuando llegaba la hora de abrir los regalos la noche del 24 de diciembre, después de haber ido a "misa de gallo" y de haber cenado, cada uno de nosotros ejecutaba su mejor actuación poniendo cara de sorpresa frente a cada uno de los regalos de los parientes presentes.
Lo único que sí era sorpresa, pues no los abríamos con anticipación, era el contenido de las cajas que sabíamos que contenían ropa, pues la verdad es que nos daba igual que se tratara de una pijama o de un sweater.
Las Navidades ahora son muy diferentes. Mi familia ya no es como solía ser: unos se fueron y otros llegaron. Mi árbol ya no tiene miles de regalos, y no tengo que espiarlos para saber qué son, pues yo los envolví. Nadie viene a mi casa con anticipación a traer regalos y, definitivamente mis hijos son mucho menos curiosos de lo que éramos nosotros.
Pero aún cuando todo es diferente, tener en mi mesa la noche del 24 a mis seres queridos, sigue teniendo un encanto muy similar al que tenían aquellas Navidades de mi infancia.
Silvia Ramírez de Aguilar P.
Monday, November 24, 2014
EL SANDWICH
Cuando entré a la sala de la tele, fue lo primero que vi: un sandwich tirado cerca de uno de los sillones.
¿Un sandwich?
¿De dónde saldría?
Miré a mi alrededor buscando una pista.
Lo único inusual era la chamarra del amigo de mi hijo, que había venido de visita para tocar la guitarra. Era una chamarra negra, de piel.
Pensé que no tenía porque saber que su sandwich se había salido del bolsillo de su chamarra y, sin pensarlo más, lo metí en uno de los bolsillos.
Pero después dudé si el sandwich era del amigo o si era de la señora de la limpieza, quien casualmente también estaba ese día en la casa. Tal vez se le había caído a ella, así es que fui a buscarla para preguntarle.
No, el sandwich no era de ella.
Pasaron un par de horas, y cuando mi hija y yo fuimos a ver la tele, quiso mover hacia un lado la chamarra del amigo. Fue entonces que le advertí que tuviera cuidado, pues el sandwich se podría volver a caer.
Mi hija puso una cara muy extraña.
- ¿Qué? -pregunté.
La vi dudar entre hablar o no.
Yo no sabía a qué se debía ese extraño comportamiento, hasta que, finalmente, lo soltó:
- ¿Un sandwich que estaba por aquí?
Asentí, no sabiendo muy bien hacia dónde quería llegar.
- El sandwich es mío -dijo al fin.
- ¡¿Qué?! -exclamé.
Oímos pasos, alguien bajaba la escalera. Eran mi hijo y su amigo.
- Rápido, rápido -urgí a mi hija-, saca el sandwich.
Ella se apresuró a sacarlo, y estuvo a punto de no lograrlo, pues el amigo se acercó a tomar su chamarra. La levantó junto con la mano de mi hija dentro del bolsillo, pero como estaba distraído hablando con mi hijo, no notó el momento en el que la bolsita del sandwich salió, jalada apenas por una esquinita, por los dedos de mi hija.
Ella y yo nos miramos, apenas pudiendo contener la risa.
Después, durante la cena, le contamos a mi hijo la aventura del sandwich. Fue una cena muy divertida, imaginando la reacción del amigo si hubiera encontrado el sandwich en el bolsillo de su chamarra:
1. Podría creer que esa no era su chamarra.
2. Podría pensar que su mamá lo había puesto ahí.
3. Podría pensar que le habíamos visto cara de hambre.
4. Tal vez, si tenía hambre, sin importarle de dónde había salido, simplemente lo abriría y se lo comería.
Se nos ocurrieron mil posibles escenarios en torno al sandwich en el bolsillo, y desde entonces disfruto mucho el imaginar al amigo saliendo de nuestra casa, ir caminando por la calle, meter la mano en el bolsillo y descubrir que ahí hay algo extraño. Lo imagino sacando ese objeto suave y extraño del bolsillo y darse cuenta de que es un sandwich desconocido. Su cerebro intentaría en vano encontrar el origen del sandwich.
¿Desde cuándo estaría ahí?
Y el pobre cerebro vuelto loco al no encontrar ni rastro del sandwich.
¡Qué divertida escena!
Me arrepiento de haberle dicho a mi hija que lo sacara del bolsillo.
Silvia Ramírez de Aguilar P.
Monday, November 10, 2014
SERVILLETAS AMARILLAS Y OTRAS HISTORIAS DE LA VIDA REAL
SERVILLETAS AMARILLAS Y OTRAS
HISTORIAS DE LA VIDA REAL
(El libro)
A la venta a partir de hoy en:
sramirezdeaguilar@yahoo.com.mx
Sunday, July 20, 2014
LA LUNA
Anoche que estaba mirando la Luna, pensaba en mi papá. Lo recordaba aquel 20 de julio de 1969. Un día que, casi cincuenta años después, aun conservo en la memoria. No diré "como si fuera ayer", porque sería una mentira, pero definitivamente no "como si hubiera sido hace cuarenta y muchos años".
Yo tenía ocho años. No tenía la menor duda acerca de la veracidad de lo que estaba aconteciendo. En ese momento me sentía unida a todo el planeta. Sabía, porque así me lo habían dicho, que la gente de todo el mundo vería las mismas imágenes que nosotros, al mismo tiempo que nosotros. Era un sentimiento de hermandad impresionante.
Por otro lado, mis hermanos y yo veíamos cada vez más cerca el hacer nuestra vida diaria en coches voladores. ¿Porqué no? Si un cohete podía llegar a la Luna, sus tripulantes pasear sobre ella y todo el mundo verlo por la tele al igual que veíamos nuestras caricaturas favoritas, era muy posible que pronto viviéramos como vivían los Supersónicos.
Recuerdo a mi papá, emocionadísimo, tal vez pensando lo mismo que yo, sentado cerca de la tele en el hall de la casa. Ni siquiera se recargaba para no perder detalle de tan importante momento.
Teníamos unos sillones tipo colonial, en los que estaban sentados mis hermanos y un tío y una mesita de centro del mismo estilo. Ahí estaba yo, hincada, jugando con el contenido de unos botecitos de Super Masa, que era una masa para modelar. Mi mamá iba y venía, y creo que en algún momento trajo unas botanas.
Mientras veía la histórica transmisión de los astronautas en la Luna, yo me fabricaba con la Super Masa una luna y un cohete, y unos maltrechos astronautas miniatura para que caminaran por la pequeña Luna. Recuerdo el olor de la Super Masa (parecido al olor de los mazapanes españoles que venden en Navidad), la textura del tapete del hall en mis rodillas, recuerdo haber pasado mi uña por una orillita de la mesa y haber sacado una espiral de tinte de la mesa que incorporé a mi masa y después me arrepentí. Pero lo que más recuerdo es a mi papá con su pipa en la mano.
Meses después, mi papá, siendo un periodista muy famoso en aquellos tiempos, fue invitado a un evento organizado por la Presidencia. Ahí, tuvo la oportunidad de conocer a los astronautas y mi hermano, que lo acompañó, regresó a casa con los autógrafos de esos hombres que hablaban de sus experiencias en nuestro satélite.
Actualmente estoy convencida del engaño de que fuimos objeto una parte de la humanidad, ya que otros no tenían tele y a otros la llegada a la luna les tenía sin cuidado. Sin embargo, agradezco la mentira, pues gracias a ella tengo el recuerdo más vívido de mi papá, quien murió un año después, totalmente convencido de la gran hazaña norteamericana. Gracias a eso, cuando veo la luna, puedo ver a mi papá feliz, sentado frente a mí y puedo oler el agradable aroma que sale de su pipa, mezclado con el olor de la Super Masa.
En esos momentos, vuelvo a tener ocho años, mi papá vuelve a estar vivo y vuelvo a creer que el hombre llegó alguna vez a la Luna.
SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.
Yo tenía ocho años. No tenía la menor duda acerca de la veracidad de lo que estaba aconteciendo. En ese momento me sentía unida a todo el planeta. Sabía, porque así me lo habían dicho, que la gente de todo el mundo vería las mismas imágenes que nosotros, al mismo tiempo que nosotros. Era un sentimiento de hermandad impresionante.
Por otro lado, mis hermanos y yo veíamos cada vez más cerca el hacer nuestra vida diaria en coches voladores. ¿Porqué no? Si un cohete podía llegar a la Luna, sus tripulantes pasear sobre ella y todo el mundo verlo por la tele al igual que veíamos nuestras caricaturas favoritas, era muy posible que pronto viviéramos como vivían los Supersónicos.
Recuerdo a mi papá, emocionadísimo, tal vez pensando lo mismo que yo, sentado cerca de la tele en el hall de la casa. Ni siquiera se recargaba para no perder detalle de tan importante momento.
Teníamos unos sillones tipo colonial, en los que estaban sentados mis hermanos y un tío y una mesita de centro del mismo estilo. Ahí estaba yo, hincada, jugando con el contenido de unos botecitos de Super Masa, que era una masa para modelar. Mi mamá iba y venía, y creo que en algún momento trajo unas botanas.
Mientras veía la histórica transmisión de los astronautas en la Luna, yo me fabricaba con la Super Masa una luna y un cohete, y unos maltrechos astronautas miniatura para que caminaran por la pequeña Luna. Recuerdo el olor de la Super Masa (parecido al olor de los mazapanes españoles que venden en Navidad), la textura del tapete del hall en mis rodillas, recuerdo haber pasado mi uña por una orillita de la mesa y haber sacado una espiral de tinte de la mesa que incorporé a mi masa y después me arrepentí. Pero lo que más recuerdo es a mi papá con su pipa en la mano.
Meses después, mi papá, siendo un periodista muy famoso en aquellos tiempos, fue invitado a un evento organizado por la Presidencia. Ahí, tuvo la oportunidad de conocer a los astronautas y mi hermano, que lo acompañó, regresó a casa con los autógrafos de esos hombres que hablaban de sus experiencias en nuestro satélite.
Actualmente estoy convencida del engaño de que fuimos objeto una parte de la humanidad, ya que otros no tenían tele y a otros la llegada a la luna les tenía sin cuidado. Sin embargo, agradezco la mentira, pues gracias a ella tengo el recuerdo más vívido de mi papá, quien murió un año después, totalmente convencido de la gran hazaña norteamericana. Gracias a eso, cuando veo la luna, puedo ver a mi papá feliz, sentado frente a mí y puedo oler el agradable aroma que sale de su pipa, mezclado con el olor de la Super Masa.
En esos momentos, vuelvo a tener ocho años, mi papá vuelve a estar vivo y vuelvo a creer que el hombre llegó alguna vez a la Luna.
SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.
Wednesday, July 16, 2014
LA SEÑORA DE LA PUERTA
- ¿De veras? -preguntó Luis,
emocionado de que algo así hubiera sucedido en la casa, pero nada
extrañado de que yo no me hubiera espantado con la presencia de una mujer
fantasma.
Y yo, orgullosa de mi falsa experiencia, le dije que era
verdad. Estuvimos de acuerdo en que era
algo muy extraño, y fue hasta entonces que se le ocurrió preguntarme si había
tenido miedo. No, claro que no había tenido miedo.
Hasta ahí era una mentira cualquiera, como las muchas que
dije en mi infancia y que no tuvieron consecuencias. Además, yo no pretendía
más que asombrar a mis hermanos, cosa que logré con Luis. Me alegró ver su cara
de sorpresa, y estaba a punto de cambiar de tema, cuando a mi hermano Jorge se
le ocurrió decir que él también la veía, dando a entender que no era cosa de
una vez, sino algo frecuente.
- ¡¿Qué?!
Tan solo lo pensé, pues de haberlo dicho, mi mentira se
hubiera arruinado. Me dejó boquiabierta,
pues ahora hasta parecía que él era el favorito de "mi" fantasma. ¿Cómo
era posible que lo visitara más seguido que a mí?
No dije nada, para no arruinar mi historia, pero ya vería
Luis a quién quería más la fantasma.
Así es que para que Luis viera que yo la conocía más, le di
detalles sobre su apariencia. Tenía un vestido largo, blanco, de una tela
vaporosa y el pelo largo y negro. De reojo miraba a Jorge, como retándolo a que
me superara. Pero Jorge, muy tranquilo, tan solo asentía, confirmando que,
efectivamente, la señora de la puerta era tal y como yo la describía.
¡Qué frustración que se apoderara de mi fantasma! Y yo, sin
poder decir nada, sin poder echarle en cara que esa era "mi" mentira, lo que lo
convertía en doblemente mentiroso. Era absurdo que yo no dijera la verdad, pero
no la dije, quién sabe por qué. Tal vez porque me encantaba tener una fantasma
de visita. Además, aunque Luis creyera que también era de Jorge, Jorge sabía
que no.
Los siguientes días, la Señora de la Puerta, pues ya era así
como la llamábamos, vino a visitarme con frecuencia y ya hasta me sonreía, no
olvidemos que yo tenía que ser la favorita. Por supuesto que esta información la recibía
Luis en presencia de Jorge.
Y ¿qué es lo que hacía Jorge cada vez que yo hacía un
comentario sobre la Señora? Pues muy cómodamente decía que a él también le
pasaba lo mismo, lo cual provocaba mi enojo por no poder echarlo de cabeza.
No sé qué fue lo que sucedió, pero a partir de esa mentira,
en mi recámara empezaron a suceder cosas extrañas que atribuimos, sin más, a la
Señora de la Puerta, aunque no existiera.
¿O sí existía? Yo ya estaba muy confundida.
Tal vez lo que existía era un ente que se divertía
haciéndome travesuras, porque a fin de cuentas no pasaba de ser una travesura
el que me cambiara las cosas de lugar, el que me tirara las cosas del lugar
donde las había puesto, que me apagara la luz o el que mi puerta se abriera sin
que un humano lo hubiera hecho. No era algo que me asustara. De hecho era hasta
divertido, tanto, que hasta empecé a hablar con "eso". Le decía que
no me molestara, que no me apagara la luz en la noche porque no me dejaba leer,
que no estuviera tirando mis cosas o que volviera a poner las cosas en su lugar
porque había escondido justo lo que necesitaba en ese momento.
Así, pasó mi niñez y mi juventud, con esa invisible
compañía. Por eso, cuando estaba a punto de casarme, creí que había llegado el
momento de confesar a mi futuro marido que había tenido una extraña compañía
toda mi vida. Sabía que Luis, mi futuro esposo, lo entendería. Lo que no me
imaginé, fue que le encantaría. De hecho, creo que la Señora de la Puerta me
hizo aún más atractiva a sus ojos.
Pocos días después estábamos en la sala de mi casa mi amiga Odette, mi amiga Araceli, Luis y yo. De pronto Luis, en voz alta, preguntó a la Señora de la
Puerta si lo aceptaba como mi futuro esposo. La respuesta inmediata fue un
parpadeo de la luz. Yo pensé que había sido una oportuna casualidad. Pero
cuando la extraña conversación entre Luis y la Señora continuó, la casualidad
dejó de parecer la posible explicación. No quedaba otra opción más que
considerar la intervención de mis hermanos, por lo que sigilosamente me levanté
para descubrirlos en su complicidad con mi futuro esposo.
Pero para mi asombro, no descubrí a ningún cómplice. Mis
hermanos ni siquiera estaban por ahí.
Además de sorprendida, estaba celosa, pues ahora Luis y la
Señora de la Puerta se habían convertido en los grandes amigos, teniendo
conversaciones que yo nunca logré, pues yo no había pasado de tener monólogo,
aunque la verdad es que no creo haberle preguntado nada. Incluso se despidieron
cuando salimos de la casa con otro parpadeo de la luz.
¡Asombroso!
Definitivamente eso hizo a Luis más atractivo a mis ojos.
Nos casamos. Y, aunque seguramente nadie lo creerá, la
Señora de la Puerta se fue a "vivir" con nosotros. Siguieron las
travesuras en cada una de las casas en las que vivimos, hasta que llegamos a
vivir a la casa en la que vivo actualmente. Aquí, las travesuras, extrañamente,
se detuvieron.
¿Qué habría sucedido?
La respuesta la tuvimos un par de meses después, cuando
supimos que los albañiles que estaban arreglando la casa en la que vivimos
anteriormente estaban siendo "asustados". Les prendían y apagaban la
luz, les abrían y cerraban las puertas, las cosas cambiaban de lugar...
¡Sí! Tenía que ser ella. Así es que la fuimos a buscar. No la vimos, pero regresó con nosotros en el coche. Los albañiles dejaron de
quejarse. Y todos volvimos a ser felices.
Las travesuras volvieron a formar parte de mi vida, como
siempre, como ha sido desde que inventé a la Señora de la Puerta.
¿Dónde dejé mis lentes?
SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.
Sunday, June 22, 2014
LA PELUCA DE LA SEÑORITA FLEMING
La peluca de la señorita Fleming se había perdido.
Buscamos por toda la casa: debajo de las camas, dentro de los cajones, encima de las mesas, detrás de las puertas; entre la ropa sucia, entre la ropa limpia; dentro del refrigerador.
Sacudimos las cortinas, levantamos los tapetes, interrogamos a todos. Le echamos la culpa a la gente que vino de visita el día anterior, pero después recordamos que cuando se fueron la señorita Fleming aún tenía puesta la peluca, así es que nos sentimos avergonzados por haber sospechado de ellos.
Después de horas de dar vueltas por toda la casa y de dejar la casa patas arriba, decidimos reunirnos en la sala para ver qué haríamos para cubrir la calva de la señorita Fleming, quien solamente nos miraba pues no entendía ni media palabra de lo que decíamos. La pobre anciana apenas había llegado de Inglaterra y era nuestro primer huésped desde que decidimos rentar la habitación sobrante.
Carmela dijo que ella tenía una chamarra con capucha, que serviría muy bien para cubrir la cabeza de la señorita, y rápidamente la trajo para que la viéramos.
Armando se acordó que en uno de los armarios de la casa había una peluca de bruja de algún disfraz de Halloween y sugirió recortarla un poco para que se viera mejor.
Chabela, la cocinera, trajo un montón de espaguetis cocidos y sin decir nada, se los puso a la señorita Fleming en la cabeza. A nosotros nos gustó cómo se veía, pero ella hizo una mueca de disgusto, y regresó los espaguetis a Chabela. Después nos alegraríamos porque quedaron deliciosos a la hora de la comida.
Juan, como es artista, ofreció pintarle unos rizos en la cabeza, y casi convenció a la señorita Fleming de que esa era la mejor opción.
A mí, lo único que se me ocurrió fue enseñarle cómo podía hacerse una especie de turbante con una toalla, pero parecía que acababa de bañarse.
La señorita Fleming esperaba pacientemente a que resolviéramos el problema.
Armando fue a buscar la peluca de Halloween. Era una peluca de pelo negro largo con unos mechones verdes. Creímos que a la anciana no le gustaría, pero hasta una sonrisa se le escapó. Tomó la peluca, se la puso y ya hasta le hizo una trenza.
De pronto, pasó corriendo por la sala nuestro perro Rex llevando un extraño animal gris en el hocico. Fue Rosita la que se dio cuenta que ese no era un extraño animal, sino la peluca de la señorita Fleming.
Todos corrimos tras Rex y finalmente, después de muchos jalones, le pudimos arrancar la peluca del hocico.
La señorita Fleming tomó la maltratada y babeada peluca, la examinó, se miró en el espejo y, sin más, aventó a Rex su antigua peluca y, tomando su bolsa, se fue muy contenta a la calle con sus mechones verdes.
SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.
Tuesday, June 10, 2014
LA RATA ENDEMONIADA
La llamada de mi hija me cayó como
cubetada de agua fría; Sofía es única para dar malas noticias.
- Ma, creo que se metió una rata.
- ¿Qué? –fue lo único que acerté a
contestar debido al escalofrío que recorrió mi espalda. El miedo y el enojo se
acababan de apoderar de mí.
- ¿Otra vez? ¿Otra rata? ¿Porqué no se
meten a las casas de los vecinos?
- Es que la muchacha dejó la coladera
abierta -dijo Sof, tratando de justificarse, aunque no fuera su culpa.
- Ahorita voy –le dije malhumorada, pues
tan solo de imaginar a una rata dentro de la casa me provocó dolor de estómago.
En mis peores pesadillas hay ratas
devorando mis libros, destrozándolos con locura, convirtiéndolos en material de
construcción para hacer nidos. Hay escenas en mi mente en las que vuelan
pedazos de papel, bellas palabras destrozadas, los libros que fueron de mi papá
convertidos en mil pedazos.
Sí, era una noticia horrible, así es que
llegué a mi casa fuera de mí, con dolor de cabeza por el estrés, con unas ganas
inmensas de ahorcar a la muchacha, lástima que fuera delito.
- ¿Qué le pasa a esa mujer? –estaba a
punto de preguntar a mi hija, apenas entré.
Pero las palabras se me congelaron en la
boca, pues lo primero que vi fue a la rata sentadita en el tapete del comedor
mirando hacia la puerta de la cocina, que, por una razón incomprensible para
mí, estaba cerrada. La rata quería irse y no podía.
El animal me descubrió y fue a
esconderse debajo de un librero, a escasos centímetros de mis libros.
Entonces pude interrogar a mi hija.
¿Qué pasó?
¿Por qué estaba cerrada la puerta del
comedor?
¿Dónde estaba la muchacha?
La razón por la que estaba cerrada la
puerta del comedor era totalmente válida, pero total y absolutamente
desagradable: en la cocina había otra rata. Mi dolor de estómago aumentó.
- ¿Qué? –mi voz salió sumamente aguda, y
es que el Apocalipsis había llegado.
En mi casa había una invasión de ratas.
¿Porqué a mí?
¿Cómo podría poner los libros a salvo?
Las escenas de destrucción se agolpaban
en mi mente.
Mi plan era sacarlas de la casa esa
misma noche, y para hacerlo necesitaba armas. Las únicas de acción inmediata
eran las trampas de pegamento, mis favoritas en casos como este y mismas que
fui a comprar en ese instante.
Mi primer blanco: la rata que estaba
debajo del librero.
Cuando regresé, sin pensarlo dos veces,
porque ya lo había pensado como mil en el coche, puse una de las trampas entre
el librero y la puerta de la cocina, un espacio de unos cuatro metros. Las
demás, Sofía y yo las ubicamos por aquí y por allá y nos dispusimos a esperar.
La "espera" fue excesivamente corta, pues antes de cinco minutos,
cuando la rata se sintió segura, salió de su escondite. Caminó por los
alrededores, olfateó algunas cosas, emitió un extraño sonido gutural y en su
camino hacia la cocina, se detuvo frente a la trampa.
Sofía y yo conteníamos la respiración,
no queríamos distraerla o asustarla. Por un momento, creímos que pasaría de largo.
Pero de repente, la rata dio un pequeño salto y aterrizó justo en medio de la
trampa. Nos quedamos boquiabiertas. ¿Qué clase de rata era esa? ¡Qué tonta!
Apenas acababa de caer, se dio cuenta de
su error y empezó a moverse con desesperación. Para despegarse intentaba
saltar, levantando la trampa con cada salto.
Nos quedamos viendo la danza de la
trampa, esperando a que pasara algo más, pero la realidad es que no podía
dejarla ahí, a medio comedor, a esperar su muerte, así es que subí la trampa a
un recogedor.
Fue una malísima idea, porque mordiendo
la orilla del recogedor, la rata estuvo a punto de despegarse de la trampa.
- ¡No! ¡No! -exclamé asustada, como si
la rata pudiera comprenderme.
Y apenas saltó un poco, bajé la trampa
del recogedor. Mi hijo tuvo una brillante idea, pegar el palo de una escoba a
la trampa y así arrastrarla hasta el garage. Resultó una maravillosa forma de
llevarla hasta la salida sin peligro de que se soltara. Y apenas a unos 50
centímetros de la puerta, pedí a mis hijos que la abrieran y se apartaran.
- Prepárense -les advertí-. Uno, dos...
Y tomando impulso, con fuerza, aventé la
trampa hacia afuera con todo y escoba, al tiempo que decía:
- ¡Treeees!
Me sentí heroica, en mi mente había
hecho un tiro audaz, de esos que vale la pena guardar en video para la
posteridad. Había salvado a mis hijos de una terrible amenaza. Y además, los
libros estaban a salvo, cosa que desde el cielo mi padre agradecería. También
esperaba un agradecimiento más terrenal, el de mis hijos, orgullosos de su
valiente madre, aunque los latidos de mi corazón casi pudieran verse a través
de mi ropa de lo fuertes y rápidos que eran.
- Rápido, rápido, cierren la puerta -les
advertí mientras corría hacia adentro.
Pero al verlos, no vi sonrisas, ni
orgullo, ni lágrimas de agradecimiento. Lo que vi fue decepción, tristeza.
- ¿Qué? -pregunté extrañada.
- Qué mala onda -dijeron a coro
- Pobre rata, la aventaste contra el
coche. Está atorada en la llanta.
En mi felicidad, cegada por mi ego, no
había visto el resultado de mi tiro de hockey.
Y lo que son las cosas, la que resultó
valiente, y de quien estamos orgullosos, es Sofía, que ama tanto a los
animales, que fue a despegar a la asustada y maltrecha rata y la ayudó con
pequeños empujones y palabras cariñosas a salir del garage.
En ese momento, la adrenalina provocada
por el miedo a tener otra rata dentro de la casa, no me permitió detenerme en
sentimentalismos, el show tenía que continuar, esta vez en la cocina.
Afortunadamente no había platos,
cubiertos o comida a su alcance, pues todo estaba cerrado. Así es que,
confiando en mi intuición, coloqué unas trampas estratégicamente y cerré la
puerta que da al patio de servicio, pues no fuera a resultar que su familia
decidiera seguirla, aunque estaba segura de que esta rata resultaría tan tonta
como la anterior.
Cómo me equivoqué.
Ésta, resultó ser la peor rata de la
historia de la humanidad. Las trampas pegajosas no tuvieron ninguna utilidad
esa tarde, y tuvimos que irnos a acostar dejando a la rata como dueña y señora
de mi cocina.
Para demostrar lo que era capaz de
hacer, la primera noche decidió roer la puerta de la cocina, la que da al
comedor. Afortunadamente no pudo salirse, pues el hoyo que le hizo no era lo
suficientemente grande. Tuve que clavar una madera para evitar que siguiera
destruyendo mi puerta.
Cada día movíamos el refrigerador, la
lavadora de platos y la estufa, pero estaba tan bien escondida que no la
encontrábamos. De día abríamos la puerta para que pudiera irse y de noche la
cerrábamos para que no entraran otras ratas.
Se pegaba y despegaba de las trampas
pegajosas durante las noches, comía raticida por montones y usaba mi cocina
como baño. Hasta se comió el encendedor de la cocina, que creo que era lo único
que había quedado a su alcance.
Una mañana encontramos manchas de sangre
por todos lados, como pinceladas. No entendíamos qué podía haber pasado, hasta
que vimos algo pegado a una de las trampas: era un pedacito de cola.
¡Qué asco!
Yo ya no cocinaba, pues mi estómago se
revolvía tan solo de pensar que la rata defecaba, orinaba y hasta dejaba sangre
por todas las superficies de mi cocina.
En esa época de obscuridad, los
restauranteros del rumbo fueron muy felices y mi bolsillo se vio afectado de
manera notoria. Nunca una rata me había salido tan cara.
Un día, desesperada por haber perdido
parte de mi casa a manos... o patas de una vil rata, decidí dejar de lloriquear
y tomar el asunto en mis manos. Convoqué a una junta familiar, les informé a
mis hijos de mi decisión de recuperar la cocina y, dando a cada uno una escoba,
porque a mí me daba miedito estar a solas con la rata, entramos armados a la
cocina.
Es increíble, pero la cocina no olía como
siempre, ni se sentía como siempre. Hacía más de una semana que la rata había
tomado posesión de ella y si no se la arrebatábamos ya, quién sabe qué pasaría.
Definitivamente el lugar más indicado
para buscarla era la lavadora de platos, así es que decidimos abrirla para
verificar. En el momento en el que levantamos la tapa y nos asomamos, pudimos
ver a la horrenda, enorme y furiosa rata mirándonos. Del susto soltamos la
tapa. Qué bueno que la soltamos, porque se veía dispuesta a lanzarse sobre
nosotros.
Y entonces fue cuando comprendí que
saber que estaba ahí no mejoraba las cosas en lo más mínimo, pues ¿cómo la
íbamos a sacar?
"¡Maldita rata!", pensé. Y, en
mi impotencia, vacié dentro de la lavadora un bote de insecticida para que no
pudiera respirar.
Estábamos decididos a acabar con ella.
Mi hijo decidió crear la “trampa suprema”: puso un trozo de pizza (de la que
tuve que comprar para cenar) en el centro de la cocina, una montaña de raticida
encima de la pizza y muchas trampas pegajosas alrededor. Era sumamente
tentador, pues ahí estaba su dosis habitual de raticida.
A la mañana siguiente nos dimos cuenta
de que habíamos dejado abierta la puerta que da al patio de servicio. Lo
primero que sentí fue mucho frío y un olor concentrado a insecticida. Al
entrar, vi que la maravillosa trampa de mi hijo estaba intacta. Todo era muy
raro. Lo más extraño es que la rata, por primera vez en días, no había usado mi
cocina como baño.
Nos tomó un par de días comprender que
se había ido, y mucho cloro, para animarnos a cocinar ahí. Aunque, debo aclarar que al decir que la rata
se fue, me refiero a que se fue de este mundo, no sé si dejó mi cocina. Temo
volver a levantar la cubierta de la lavadora de platos, pues hay muchas
posibilidades de encontrar ahí a la rata momificada.
La cocina, con el tiempo, volvió a tomar
su olor, a ser la de siempre, donde se hace la sopa para la comida, donde se
oyen las risas familiares, donde tomamos las decisiones y donde nos damos el
beso de las buenas noches.
Pero de vez en cuando, cuando hay muchos
platos por lavar y me siento tentada a usar la lavadora de platos, no puedo
evitar pensar que la rata estuvo ahí, y que quizá todavía esté entre los cables
y tornillos del motor de la lavadora. Y como no quiero meter mis platos junto
con la momia de la rata endemoniada, le pongo detergente a mi esponja y sigo
lavando platos, con la esperanza de poder superar algún día esa terrible
experiencia.
Aunque, pensándolo bien, pudo ser peor...
pero los libros están a salvo, y eso es lo que importa.
SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.
Saturday, April 19, 2014
LA GUITARRA
En mi
adolescencia, no recuerdo cómo ni porqué,
llegó a mis manos una guitarra. Lo que sí recuerdo es que me pareció
maravilloso tener un instrumento con el que tocaría la mejor música. Y con esto
de “la mejor música” no quería decir que tocaría con la Orquesta Sinfónica,
sino que las letras de mis canciones serían todo un éxito.
En mi salón,
en la escuela, mis amigas, Irene, Liz y Diana tocaban muy bien la guitarra y hasta
creaban sus propias canciones y yo, por supuesto, no quería quedarme atrás. Me
parecía maravilloso poder inventar letras sobre diversos temas para que mis
admiradores las repitieran. Podría escribir una canción que hablara sobre las
horribles matemáticas y su inutilidad en mi mundo, otra sobre mi adoración por
los libros, y así seguiría con cada tema que de una u otra manera tuviera
importancia para mí, como mi gato siamés o mi colección de estampillas.
Sabía que no
sería yo quien cantaría mis originales canciones, pues estaba consciente, desde
entonces, de lo mal que cantaba, ya que así me lo había hecho saber el profesor
de la escuela que no me aceptó en el coro. Aclaro que mi intento por pertenecer
al coro no se debía a mi gusto por el canto, sino a mi interés por perder
clases de manera justificada, por lo que enterarme de que cantaba mal no
terminó con ningún sueño que tuviera en ese entonces. Así es que cuando me
imaginaba a mí misma tocando la guitarra, sólo tocaba, no cantaba. Me veía de
unos veinte años, con el pelo largo, alborotado y con algunos pastos secos por
aquí y por allá, estaba recargada en un árbol, con el estuche de mi guitarra
abierto frente a mí y la gente a lo lejos extasiada con mi música y cantando la
letra, que ya se sabían, lo cual resolvía elegantemente mi falta de entonación
hasta en mis sueños.
Solamente
había un “pero” en mi felicidad: mi guitarra no tenía estuche. Me encantaban
los estuches rígidos. De hecho, creo que los estuches de guitarra que se
cerraban con unos broches metálicos me gustaban muchísimo más que las
guitarras. Cada vez que veía uno, pensaba en la posibilidad de que hubiera
dentro una ametralladora en lugar de una guitarra, como había visto
innumerables veces en las caricaturas de mi niñez, aunque hubiera estado muy
extraño que una de mis amigas sacara una ametralladora a media escuela.
Los vecinos
de enfrente nos habían enseñado, a mis hermanos y a mí, a tocar una melodía, y yo había anotado las instrucciones en un
cuaderno. Al principio tenía que consultar las instrucciones constantemente, lo
que daba como resultado que tocara de una manera rígida. Era la melodía de Bat Masterson,
de quien lo único que yo sabía era que se había muerto, pues en algún momento,
la canción decía "Bat Masterson ya
se murió". De ahí en fuera no tenía idea sobre quién sería este personaje,
y apenas hoy que lo busqué en Google y que he vuelto a oír esas notas
musicales, me vengo a enterar de que era un pistolero del viejo oeste.
Con esa
peligrosa profesión, no me extraña nada que se haya muerto. En fin, que la música de este hombre de
profesión extrema fue mi introducción al uso de las cuerdas de la guitarra.
Y como no me
podía quedar tocando eternamente unas cuantas notas de una canción que hablaba
sobre un tipo que se moría, mi mamá preguntó entre sus amistades a ver si
alguien conocía a quien me pudiera enseñar a tocar guitarra.
No tardó en
aparecer una amiga, que creo que era comadre de mi mamá, que conocía a un
muchacho que daba clases y que necesitaba el trabajo pues su situación
económica no era buena.
Así fue como
una tarde llegó a mi casa el "profesor" de guitarra. Era un muchacho
que olía a sudor y que era un poco mayor que yo. No me cayó muy bien y no me
gustaba que me tocara los dedos para acomodarlos en la guitarra, pero decidí
tenerle un poco de paciencia debido a mi interés por aprender a tocar. Al fin
que cuando acabara la clase podía ir a lavarme las manos.
Empezó por
enseñarme los nombres de las partes de la guitarra, las notas y por ponerme
unos ejercicios, mismos que me dejaba de tarea. Recuerdo que, después de varias
clases, las yemas de los dedos empezaron a dolerme. Aquí es prudente que
analicemos que hay diferentes tipos de yemas en los dedos de la humanidad:
Hay yemas
que son muy planas y que casi no se notan.
Las mías no
son de esas.
Las mías son
como si fueran unas gotitas a punto de caer. Parece, como decía mi amigo Arturo,
como si al nacer me hubieran sacudido las manos para quitar el exceso de
materia prima y esas gotitas no hubieran tenido tiempo de desprenderse pues el
material se secó antes de tiempo, como cuando se endurece la cera muy rápido.
Así son mis dedos, como los de algunas ranas.
Tomando esto
en consideración, se entenderá que cuando digo que me dolían las yemas, me
refiero a un gran dolor. Le comenté al "profesor" lo que me sucedía,
y su respuesta hizo que mis sueños sobre la belleza de convertirme en
guitarrista ya no me parecieran tan glamorosos. Dijo que no me preocupara, que
después se me formarían callos.
- ¿Qué???
-exclamé, verdaderamente horrorizada.
¿Callos? ¿Callos
en mis suaves dedos? Yo no quería que mis manos parecieran los pies maltratados
de algún viejo al que le lastimaran sus horrendos zapatos.
Pero el
profesor siguió con su clase de lo más quitado de la pena, no entendiendo para
nada mi alarma. Yo ya no pude poner atención. La guitarra dejó de ser un
instrumento musical para convertirse en un instrumento de tortura.
Callos…
callos… callos… callos… la palabra me retumbaba una y otra vez.
El
“profesor” se fue esa tarde muy extrañado por mi falta de concentración.
Esa semana
no hice la tarea, necesitaba que mis dedos se recuperaran para que siguieran
siendo suaves. Intenté regalarle la guitarra a mi hermano Jorge para que él
siguiera con las clases, pero aunque no le comenté lo de los callos,
desgraciadamente mi hermano Jorge es muy listo, sospechó que algo había de malo con la
guitarra y no aceptó. Eso me obligaba a recibir al “profesor” la siguiente
clase y era algo que yo no quería.
Pero esta
vez el “profesor” no vino solo, sino con un amigo. Quién diría que el amigo me
daría la solución a mi problema.
Me pareció
inapropiado que trajera a su amigo a mi casa, pero también un excelente
pretexto para despedirlo. Pedí a alguien que le dijera que no iba a tomar la
clase y a mi mamá no me acuerdo qué fue lo que le dije, pero el “profesor” dejó
de darme clases.
Así fue como
terminaron las clases de guitarra, mis dedos no perdieron sus yemas de gota a
medio caer y la guitarra se quedó por mucho tiempo en mi vestidor. Hasta que un
día, en una de esas batallas campales que a veces hay entre hermanos, fue usada
como garrote sobre la cabeza de alguien y se rompió, por lo que fue a dar a la
basura.
¡Qué
lástima! Mis sueños de ser hippie en un parque tocando la guitarra se fueron a
la basura junto con la guitarra. Aunque de todas maneras no tenía estuche. Y,
además, canto horrible.
¡Ah sí! Y tampoco
me sé ninguna canción.
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
Saturday, April 12, 2014
TARDE DE "CAFÉ" CON TERE USHER
Un par de
semanas después de su cumpleaños, Tere Usher dejó de trabajar en la misma
oficina donde trabajábamos mi hermano y yo. La despidieron porque no sabía
hacer nada, lo que sirvió para confirmar que era tonta por hacerse la tonta
(dándonos la razón tanto a mi hermano como a mí). Supuse que jamás la volvería
a ver, pero me equivoqué, pues unos meses después recibí una inesperada llamada
de Tere Usher.
Tomé la
llamada, más por curiosidad que por otra cosa. ¿Para qué me llamaría? ¿Querría
alguna recomendación para un nuevo trabajo?
Me dejó muda
cuando, después del saludo, lo primero que hizo fue reclamarme por no haberla
llamado. Quise recordar en qué momento me había yo echado encima semejante
compromiso, y al no encontrar nada en mi agenda mental, le hice saber que no
habíamos quedado en eso y que yo ni su teléfono tenía. Al parecer era una forma
tonta de iniciar una conversación, reconoció que no habíamos quedado en eso y,
cambiando el tema, me preguntó cuándo nos veríamos.
Me
sorprendió aún más, pues no éramos amigas, no teníamos la misma edad y me
acababa de acordar que era tonta, pero fue tanta su insistencia que tuve que
acceder. La condición que le puse fue: que ella viniera a verme. En realidad lo
dije confiando en que le daría flojera, pero contrario a lo que yo esperaba,
rápidamente dijo que esa tarde la tenía libre y que pasaría a mi oficina, y sin
darme tiempo para que me arrepintiera, colgó el teléfono.
Nada más
colgar, ya estaba incómoda por haberle dicho que sí. ¿Qué estaba pensando?
¿Acaso me había vuelto loca? ¿De qué podríamos hablar?
Resuelta a
dejarla plantada, hice lo posible por irme antes de la hora de costumbre, hora
que ella conocía por haber trabajado en la misma oficina que yo. Pero mis
esfuerzos fueron en vano, pues antes de poderme escapar, la vi llegar toda
sonriente. A pesar de ser un día muy nublado, Tere portaba unos lentes obscuros
pasadísimos de moda.
Después de
saludarme se sentó, se quitó los lentes y fue entonces que descubrí que llevaba
un parche en el ojo izquierdo. Segura de que me diría que alguno de sus raros parientes
le había sacado el ojo, le pregunté, solo como una formalidad, qué le había
pasado. Confieso que me decepcionó mucho el saber que solo tenía una infección.
Groseramente,
debo admitirlo, intenté ignorarla mientras preparaba mis cosas para irme, pero
hubiera tenido que ser un monje tibetano para poder ignorar el constante
parloteo que sale de la boca de Tere. Entre otras muchas cosas, mencionó que
como era viernes quería salir en la noche a algún lugar. Además, agregó que
como estaba sola, podía llegar a cualquier hora sin que la regañaran. La
felicité por su buena suerte, pues no entendí, sino hasta más tarde, que no me
estaba presumiendo, sino invitando. ¡Qué bueno que no entendí!
Cuando mi
escritorio quedó listo, considerando que era suficiente visita por parte de
Tere, y sabiendo que Tere no tenía coche, ofrecí llevarla en el mío. Ella
aceptó mi oferta muy emocionada, lo cual logró que mi corazón se ablandara un
poco y me propuse ser más amable por el resto de la tarde.
Durante el
trayecto, que habrá durado unos veinte minutos, Tere habló, habló y habló. Debo
decir que en ningún momento pidió mi opinión, ni tampoco me dio tiempo para
expresarla, pues saltaba de un tema a otro, dejándolos todos inconclusos. Al
llegar a su casa me preguntó, toda esperanzada, si tenía tiempo para quedarme a
tomar un café. Por mi mente pasaron escenas del cumpleaños de Tere meses atrás.
En esas escenas veía a mi hermano Luis con cara de asustado, a mi amigo Carlos
no dando crédito a lo que sucedía y a varios de los parientes de Tere
comportándose de maneras muy extrañas. Dudé si debía aceptar su invitación o no,
pero al mirarla tan ilusionada, acepté.
Por primera
vez veía la casa de Tere de día. Como buena anfitriona, empujó la rechinante y
oxidada reja de su casa y me invitó a pasar. La pintura se estaba cayendo de
las paredes, algunos de los vidrios estaban rotos, había muchos papeles tirados
y el pasto estaba muy crecido. Me llamó
la atención que no usara llave ni para la reja, ni para la puerta de la
entrada, pero ¿quién querría entrar?
En cuanto
Tere abrió, noté un desagradable olor, como de caño. Dudé entre entrar o no, y
hasta estuve a punto de decirle a Tere que acababa de recordar algún compromiso
previo para salvarme de ese asqueroso olor, cuando mis ojos se posaron en la
pared frente a la puerta. Decidí que definitivamente quería volver a ver los
cuadros que me habían impresionado tanto la noche del cumpleaños de Tere y eso
bien valía soportar la pestilencia de esa casa.
La vez
pasada no me fijé que algunos de los retratos eran de la época de la
Revolución. Mis ojos iban de uno a otro, queriendo memorizarlos todos para
después poderlos describir con lujo de detalles. No podría decir cuál de ellos
era más feo. Yo tenía un libro con fotos de escenas de películas de terror. En
él, había fotos de los personajes creados por la industria cinematográfica
desde los inicios del cine y ninguno en todo mi libro era tan terrorífico como
estos retratos que tenía frente a mí. Todos tenían un aire familiar, en todos
se repetía la nariz torcida y eran muy peludos, pero cada uno tenía ciertos
detalles extras…
- Hola amiga
–dijo una extraña voz, interrumpiendo mis pensamientos.
Mi mirada
fue de la pared al ser que tan amablemente me saludaba. Casi no pude disimular
el susto que me llevé. Era como los de los retratos, un sujeto pequeño, peludo,
con la nariz torcida, con una joroba que lo obligaba a tener la cabeza girada
hacia su lado derecho. Estaba frente a mí, sonriendo, dejando ver demasiados
colmillos. Tenía la manita derecha extendida hacia mí, esperando darme un
apretón de manos a manera de saludo.
- Hola amiga
–repitió, ya un poco impaciente.
Me apresuré
a extender la mano, no sabiendo si hacía bien o mal, dudando si mi seguridad
estaría en riesgo. Sentí su manita peluda, húmeda, pegajosa. Pero él sonrió y
Tere también. Aparentemente había hecho lo correcto.
Con disimulo
limpié y sequé mi mano contra mi pantalón de mezclilla, y mientras les sonreía,
mi mente era una verdadera revolución: no podía creer que estuviera viendo a
alguien tan impresionantemente feo. No había otra palabra para describirlo. No
había nada rescatable en esa persona, nada que no fuera feo. Pero su sonrisa… a
pesar de los muchos colmillos, es una de las sonrisas más honestas que he visto
en mi vida. Tanto, que hizo que cambiara mi falsa sonrisa por una verdadera.
Sentí
compasión por él. ¿Cómo sería ser así?
Comprendí
que lo estaba viendo fijamente y que eso no era nada amable. Desvié la mirada.
La pared de los retratos ya no era interesante. Ya no había morbo, no cuando
uno de ellos me sonreía así.
Pasamos a la
sala, que supuestamente Tere había pasado toda la mañana limpiando. Y digo
supuestamente, porque todo estaba polvoso. Cuando me senté, Tere me aclaró que
a quien acababa de saludar era su hermano y que tenía quince años. Se llamaba
Miguelito.
Miguelito
decidió sentarse enfrente de mí. En ese momento era él quien me observaba, era
yo el sujeto extraño. No perdía detalle de mis movimientos y, aunque me había
enternecido, de todas maneras no sabía lo que haría y eso me ponía nerviosa.
De pronto,
ladró el perro de la casa, que estaba afuera, y al que podíamos ver a través de
la ventana. Miguelito se levantó como un resorte, fue hacia la ventana y le
escupió al perro. Me quedé boquiabierta. Miré a Tere, esperando su intervención
en semejante atrocidad. Pero Tere estaba encantada relatando una más de sus
aventuras, de las que ni me enteré por estar ahora más nerviosa, pensando que
también podía escupirme a mí.
Después de
un rato, Tere cayó en cuenta de que no me había dado café. Ni tiempo me dio de
decirle que no, se fue a la cocina dando saltitos, como suele “caminar”.
Mientras
ella se fue, Miguelito me dijo que su perro se llamaba Ringo, y para que yo
viera cómo lo quería, le escupió otra vez. Afortunadamente para el perro, pero
desafortunadamente para mí, esta vez le falló la puntería y la saliva empezó a
escurrir por el vidrio. Entonces noté que el vidrio tenía unas manchas secas de
escurrimientos, lo que me hizo pensar que Miguelito tenía muy mal tino. Qué
bueno por Ringo.
Tere regresó
dando saltitos y dejó un vaso de supuesta limonada, pues se había acabado el café,
sobre una mesa polvosa. La limonada tenía un aspecto turbio, por lo que ni la
probé.
Unos pasos
que se acercaban hicieron que me girara para ver de quién se trataba. Era la ya
mencionada “Malencarada”, la que nos abrió la puerta aquella noche, hacía ya
unos siete meses. Seguía igual de mal encarada que entonces. De la conversación
que mantuvieron, deduje que era la madre de Tere y la mujer del sudario del
cumpleaños debía ser su abuela. De la cocina salió un hombre secándose las
manos con su camisa. Era el padrastro de Tere, y padre de Miguelito.
Cariñosamente
le pusieron una chamarra al hermanito de Tere, le dieron instrucciones a Tere
sobre lo que había para comer, y se fueron. A mí ni me saludaron, ni tampoco se
despidieron. Tere apenas y los miró. Sin más, empezó a contarme una nueva
aventura.
Minutos
después, cuando ya no soportaba más el olor, le dije a Tere que ya me tenía que
ir. Ringo dio un pequeño aullido y, al mirarlo, vi que me miraba de manera
insistente. Ahora comprendo que tal vez pedía ayuda. Pobrecito.
Ya cerca de
la puerta, decidí que no podía quedarme con la duda y pregunté a Tere quiénes
eran esas personas. Pude ver cómo Tere se enorgullecía. Señalando a un
revolucionario y a una mujer, dijo que eran sus bisabuelos. Después me enseñó a
unos niños, diciendo que eran sus tíos. Me atreví a mencionar el parecido entre
su hermano y uno de ellos y ella estuvo de acuerdo conmigo, incluso lamentó el
no parecerse ella a sus horrendos parientes por ser más parecida a la familia
de su padre. Parece ser que su bisabuelo materno fue un valiente revolucionario
cuyo nombre ya no recuerdo.
También me
extrañó ya no ver la puerta por la que habían metido al abuelo el día del
cumpleaños, aquella que nos pareció un closet. Tere sonrió de manera extraña.
Dijo que la habían cerrado desde la muerte de su abuelo, ocurrida hacía tan
solo unas semanas. Enigmáticamente agregó que ese era el lugar de su abuelo. Me
imaginé al pobre abuelo emparedado. Sentí aún más intenso el desagradable olor
y con un apresurado adiós y una nausea a punto de hacer erupción, aparté a Tere
de la puerta casi de un empujón y corrí hacia mi coche.
Arranqué tan
pronto como pude, bajé la ventanilla y dejé que el viento de la tarde invadiera
el interior del coche. Aspiré con ansia, necesitaba llenar mis pulmones con
aire nuevo.
Aceleré.
Me urgía
llegar a mi casa para hablarle a Carlos y contarle de todo lo que se había
perdido.
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
Thursday, March 20, 2014
EL ROEDOR
En
esa época, todas las noches al subir para acostarme le daba medio bolillo a mi
perro Drac. El bolillo era la razón por la cual se quedaba conmigo hasta las
once de la noche, en lugar de subir con mi esposo a las nueve y media o diez.
Esa
noche, Drac comió su pan rápidamente y fue al baño a tomar agua de su plato
mientras yo me lavaba los dientes.
Todas
nuestras noches eran iguales: subir, ver a los niños, tomar agua, lavar los
dientes, poner la pijama, apagar luces, leer… Pero esta noche, ya a punto de
acostarme, noté algo desacostumbrado en nuestra rutina. Por alguna extraña
razón Drac se acercó a la cama y empezó a olfatear con insistencia por debajo.
Al
principio me pareció normal pues mis hijos dejaban juguetes o caramelos por
todos lados, pero cuando Drac rodeó la cama y olfateó cada vez con más fuerza,
supe que un roedor había estado o estaba ahí. Después Drac salió a la terraza,
volvió a entrar y rodeó la cama, para volver a salir. Era como si estuviera
siguiendo el rastro del animal. Por tercera vez, hizo lo mismo.
Yo
no quería despertar a mi esposo para alarmarlo sobre algo de lo cual no tenía
ninguna certeza. Y, además, esta vez, Drac regresó de la terraza y dando un
largo suspiro, se dejó caer en el piso al pie de la cama para pasar la noche.
Esta era la señal que yo necesitaba para saber que todo estaba bien, así es
que, sin pensar más en ese asunto, abrí mi libro para leer como todas las
noches.
A la
mañana siguiente desperté emocionada pues quería arreglar una habitación que
sería la nueva recámara de mi hijo, así es que después de desayunar puse manos
a la obra.
Empecé
por sacar algunas cosas que tiraría y esto me llevó a fijarme en los cojines del sofá cama. Me acerqué a
acomodarlos y fue entonces que vi una cuerdita.
¿Qué
sería esa cuerdita que se asomaba por debajo del mecanismo del sofá cama?
Estaba
a punto de tocarla, cuando se fue hacia abajo.
Me
quedé paralizada porque comprendí que esa “cuerdita” era nada más y nada menos
que la cola de una rata a la que estuve a punto de tocar.
Muy
silenciosamente salí de la habitación y la cerré para dejar a la rata atrapada.
Con cuidado metí entre la puerta y el piso un trapo con el que había estado
limpiando, así la rata no podría salir.
¡Qué bien!
Compré
y coloqué estratégicamente unas trampas de pegamento. Ya solo quedaba esperar a
que la rata se quedara pegada y chillara con desesperación.
Pero
pasaron los días y la rata ni se quedaba pegada a ninguna trampa, ni intentaba
salir de la habitación. Me intrigaba saber de qué se estaba alimentando, así es
que decidí inspeccionar cada rincón, pues no podía quedarse ahí
indefinidamente. En cuanto guardara la ropa limpia de mis hijos, iría a
investigar.
Y
justamente estaba guardando la ropa, cuando escuché unos ruiditos provenientes
de una cómoda que tenía uno de los cajones abierto. Sin pensarlo, cerré el cajón
tan rápido como puede, pues me di cuenta que había estado esperando algo que
nunca iba a suceder, la rata jamás se iba a pegar a una trampa pues las
trampas estaban encerradas y la rata no.
La
que en verdad salió silenciosa de la habitación aquel día había sido la rata,
no yo. De hecho, la rata hubiera podido encerrarme a mí.
Escuchar
a la rata moverse dentro de la cómoda, yendo de cajón en cajón intentando escapar, me
hizo volver a la realidad. Y la realidad era que tenía a una rata encerrada en
una cómoda y que no sabía qué hacer. Además, no había nadie en la casa. Bueno,
nadie excepto...
-
¡Drac! ¡Ven, Drac!
Drac,
fiel como siempre, vino corriendo. Se dio cuenta inmediatamente que dentro de
la cómoda estaba la rata. Por un momento me arrepentí de haberlo llamado, pues
hasta me empujaba queriendo encontrar un hueco por el cual meter la nariz.
Definitivamente
lo más indicado era sacar la cómoda de la recámara, algo muy sencillo, pues era
una cómoda pequeña.
Rápidamente
mi cerebro alterado por la adrenalina ideó un plan perfecto: sacaría la cómoda
de la recámara de mis hijos empujándola hasta mi recámara y de ahí hasta la
terraza, en donde abriría un cajón y le daría golpes al mueble para que la rata
se fuera a su casa.
¡Perfecto!
Todo
fue de acuerdo al plan hasta que llegué a mi recámara y recordé un pequeño
detalle… bueno, dos: los dos escalones que hay a media recámara.
¿Estaría
cerrada la cómoda por abajo?
No
lo recordaba y la verdad es que no me quedaba más remedio que arriesgarme. Eso
sí, si se escapaba por abajo, no podría regresar a la recámara de mis hijos
pues tomé la precaución de cerrar mi puerta.
Drac
ya estaba ansioso por atrapar a la rata, así es que después de respirar
profundamente levanté el mueble.
Como
era de esperarse, la rata salió por abajo, pasó por encima de mi pie y corrió
hacia la puerta. Ni tiempo tuve de aterrorizarme por ese breve contacto físico
por estar al pendiente del recorrido de la rata. Como la puerta estaba cerrada,
a la rata no le quedó más remedio que rodear la recámara con Drac pisándole los
talones (si es que tienen). Subió los dos escalones, pasó por debajo de mi cama
y salió por la terraza, por donde finalmente escapó de la persecución de Drac.
Con
la puerta de la terraza cerrada, reubiqué las trampas pegajosas, por si acaso…
Y claro, bien dicen que uno crea su realidad: el “por si acaso…” era una
invitación a que regresara la rata.
No
volví a mi recámara hasta la tarde de ese día.
Y
¿qué fue lo que encontré?
La
puerta de la terraza estaba abierta y una de las trampas no estaba en su lugar,
sino bocabajo en un lugar completamente diferente. Al levantar la trampa,
descubrí que tenía pelo de rata pegado.
¿Cómo
era posible? No le había bastado quedarse atrapada y después ser perseguida. La
rata había regresado por más, y yo le daría más.
Lo
primero que hice fue localizarla, lo que fue bastante sencillo, pues el ruido
que hacía al moverse dentro del closet de mis hijos la delató.
El
siguiente paso requería de la participación de otra persona y debo confesar que
mi hijo de siete años me estaba pareciendo el compañero perfecto.
Afortunadamente la puerta de la entrada se abrió, dando paso a mi esposo, quien
entró muy sonriente pensando en pasar una agradable y tranquila tarde de tele.
La sonrisa se le borró al enterarse que pasaría una ajetreada tarde de cacería,
pero una vez asimilada la idea, decidió que era su oportunidad para crear un
arma mata ratas.
Más
tarde teníamos todo listo: cerramos puertas, cajones y levantamos las camas de
los niños. Limitamos los escondites tanto como fue posible, y armados con una
escoba y una especie de lanza que mi esposo fabricó, estábamos listos para
enfrentar al enemigo.
Una,
dos, tres…
Abrí
el closet y metí la escoba por la parte de abajo. La rata se movió ruidosamente
hasta llegar a mi vista. La empujé con la escoba, cayó al suelo y corrió hacia
afuera. Siguió el camino que habíamos preparado, entró a mi recámara evitando
varias veces ser clavada con la rudimentaria lanza. Nosotros la seguíamos.
Recorrió una vez más el camino de la mañana y salió a la terraza. La alcancé
justo a tiempo para ver cómo bajaba de la terraza a la barda y entraba por un
agujero.
Mientras
mi esposo preparaba cemento para tapar el agujero, yo monté guardia, lanza en
mano, por si intentaba volver a salir.
Ya
obscurecía cuando por fin quedó tapado el agujero de la barda. A esa rata nunca
la volvimos a ver.
Rara
vez la adrenalina recorre nuestros cuerpos haciéndonos sentir con más energía,
audaces y valientes.
Aunque
sé que han pasado muchos años desde entonces, mientras rompo el cemento, tengo
la esperanza de estar abriendo una puerta a nuevas generaciones de ratas que se
sientan atraídas a mi terraza, que me hagan sentir viva otra vez. Las recibiré
gustosa con lanzas más sofisticadas.
¡Qué
emoción!
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
Tuesday, February 25, 2014
LA PRINCESA SIN MEMORIA
Había una vez un joven Rey que no tenía esposa, por lo
que decidió ir a los reinos vecinos en busca de una. Durante años recorrió
muchos lugares sin encontrar una mujer a la que pudiera convertir en su reina
y, cansado de andar de aquí para allá, decidió hacer un alto en su camino.
Silvia RamirezdeAguilar P.
Subscribe to:
Posts (Atom)