En
esa época, todas las noches al subir para acostarme le daba medio bolillo a mi
perro Drac. El bolillo era la razón por la cual se quedaba conmigo hasta las
once de la noche, en lugar de subir con mi esposo a las nueve y media o diez.
Esa
noche, Drac comió su pan rápidamente y fue al baño a tomar agua de su plato
mientras yo me lavaba los dientes.
Todas
nuestras noches eran iguales: subir, ver a los niños, tomar agua, lavar los
dientes, poner la pijama, apagar luces, leer… Pero esta noche, ya a punto de
acostarme, noté algo desacostumbrado en nuestra rutina. Por alguna extraña
razón Drac se acercó a la cama y empezó a olfatear con insistencia por debajo.
Al
principio me pareció normal pues mis hijos dejaban juguetes o caramelos por
todos lados, pero cuando Drac rodeó la cama y olfateó cada vez con más fuerza,
supe que un roedor había estado o estaba ahí. Después Drac salió a la terraza,
volvió a entrar y rodeó la cama, para volver a salir. Era como si estuviera
siguiendo el rastro del animal. Por tercera vez, hizo lo mismo.
Yo
no quería despertar a mi esposo para alarmarlo sobre algo de lo cual no tenía
ninguna certeza. Y, además, esta vez, Drac regresó de la terraza y dando un
largo suspiro, se dejó caer en el piso al pie de la cama para pasar la noche.
Esta era la señal que yo necesitaba para saber que todo estaba bien, así es
que, sin pensar más en ese asunto, abrí mi libro para leer como todas las
noches.
A la
mañana siguiente desperté emocionada pues quería arreglar una habitación que
sería la nueva recámara de mi hijo, así es que después de desayunar puse manos
a la obra.
Empecé
por sacar algunas cosas que tiraría y esto me llevó a fijarme en los cojines del sofá cama. Me acerqué a
acomodarlos y fue entonces que vi una cuerdita.
¿Qué
sería esa cuerdita que se asomaba por debajo del mecanismo del sofá cama?
Estaba
a punto de tocarla, cuando se fue hacia abajo.
Me
quedé paralizada porque comprendí que esa “cuerdita” era nada más y nada menos
que la cola de una rata a la que estuve a punto de tocar.
Muy
silenciosamente salí de la habitación y la cerré para dejar a la rata atrapada.
Con cuidado metí entre la puerta y el piso un trapo con el que había estado
limpiando, así la rata no podría salir.
¡Qué bien!
Compré
y coloqué estratégicamente unas trampas de pegamento. Ya solo quedaba esperar a
que la rata se quedara pegada y chillara con desesperación.
Pero
pasaron los días y la rata ni se quedaba pegada a ninguna trampa, ni intentaba
salir de la habitación. Me intrigaba saber de qué se estaba alimentando, así es
que decidí inspeccionar cada rincón, pues no podía quedarse ahí
indefinidamente. En cuanto guardara la ropa limpia de mis hijos, iría a
investigar.
Y
justamente estaba guardando la ropa, cuando escuché unos ruiditos provenientes
de una cómoda que tenía uno de los cajones abierto. Sin pensarlo, cerré el cajón
tan rápido como puede, pues me di cuenta que había estado esperando algo que
nunca iba a suceder, la rata jamás se iba a pegar a una trampa pues las
trampas estaban encerradas y la rata no.
La
que en verdad salió silenciosa de la habitación aquel día había sido la rata,
no yo. De hecho, la rata hubiera podido encerrarme a mí.
Escuchar
a la rata moverse dentro de la cómoda, yendo de cajón en cajón intentando escapar, me
hizo volver a la realidad. Y la realidad era que tenía a una rata encerrada en
una cómoda y que no sabía qué hacer. Además, no había nadie en la casa. Bueno,
nadie excepto...
-
¡Drac! ¡Ven, Drac!
Drac,
fiel como siempre, vino corriendo. Se dio cuenta inmediatamente que dentro de
la cómoda estaba la rata. Por un momento me arrepentí de haberlo llamado, pues
hasta me empujaba queriendo encontrar un hueco por el cual meter la nariz.
Definitivamente
lo más indicado era sacar la cómoda de la recámara, algo muy sencillo, pues era
una cómoda pequeña.
Rápidamente
mi cerebro alterado por la adrenalina ideó un plan perfecto: sacaría la cómoda
de la recámara de mis hijos empujándola hasta mi recámara y de ahí hasta la
terraza, en donde abriría un cajón y le daría golpes al mueble para que la rata
se fuera a su casa.
¡Perfecto!
Todo
fue de acuerdo al plan hasta que llegué a mi recámara y recordé un pequeño
detalle… bueno, dos: los dos escalones que hay a media recámara.
¿Estaría
cerrada la cómoda por abajo?
No
lo recordaba y la verdad es que no me quedaba más remedio que arriesgarme. Eso
sí, si se escapaba por abajo, no podría regresar a la recámara de mis hijos
pues tomé la precaución de cerrar mi puerta.
Drac
ya estaba ansioso por atrapar a la rata, así es que después de respirar
profundamente levanté el mueble.
Como
era de esperarse, la rata salió por abajo, pasó por encima de mi pie y corrió
hacia la puerta. Ni tiempo tuve de aterrorizarme por ese breve contacto físico
por estar al pendiente del recorrido de la rata. Como la puerta estaba cerrada,
a la rata no le quedó más remedio que rodear la recámara con Drac pisándole los
talones (si es que tienen). Subió los dos escalones, pasó por debajo de mi cama
y salió por la terraza, por donde finalmente escapó de la persecución de Drac.
Con
la puerta de la terraza cerrada, reubiqué las trampas pegajosas, por si acaso…
Y claro, bien dicen que uno crea su realidad: el “por si acaso…” era una
invitación a que regresara la rata.
No
volví a mi recámara hasta la tarde de ese día.
Y
¿qué fue lo que encontré?
La
puerta de la terraza estaba abierta y una de las trampas no estaba en su lugar,
sino bocabajo en un lugar completamente diferente. Al levantar la trampa,
descubrí que tenía pelo de rata pegado.
¿Cómo
era posible? No le había bastado quedarse atrapada y después ser perseguida. La
rata había regresado por más, y yo le daría más.
Lo
primero que hice fue localizarla, lo que fue bastante sencillo, pues el ruido
que hacía al moverse dentro del closet de mis hijos la delató.
El
siguiente paso requería de la participación de otra persona y debo confesar que
mi hijo de siete años me estaba pareciendo el compañero perfecto.
Afortunadamente la puerta de la entrada se abrió, dando paso a mi esposo, quien
entró muy sonriente pensando en pasar una agradable y tranquila tarde de tele.
La sonrisa se le borró al enterarse que pasaría una ajetreada tarde de cacería,
pero una vez asimilada la idea, decidió que era su oportunidad para crear un
arma mata ratas.
Más
tarde teníamos todo listo: cerramos puertas, cajones y levantamos las camas de
los niños. Limitamos los escondites tanto como fue posible, y armados con una
escoba y una especie de lanza que mi esposo fabricó, estábamos listos para
enfrentar al enemigo.
Una,
dos, tres…
Abrí
el closet y metí la escoba por la parte de abajo. La rata se movió ruidosamente
hasta llegar a mi vista. La empujé con la escoba, cayó al suelo y corrió hacia
afuera. Siguió el camino que habíamos preparado, entró a mi recámara evitando
varias veces ser clavada con la rudimentaria lanza. Nosotros la seguíamos.
Recorrió una vez más el camino de la mañana y salió a la terraza. La alcancé
justo a tiempo para ver cómo bajaba de la terraza a la barda y entraba por un
agujero.
Mientras
mi esposo preparaba cemento para tapar el agujero, yo monté guardia, lanza en
mano, por si intentaba volver a salir.
Ya
obscurecía cuando por fin quedó tapado el agujero de la barda. A esa rata nunca
la volvimos a ver.
Rara
vez la adrenalina recorre nuestros cuerpos haciéndonos sentir con más energía,
audaces y valientes.
Aunque
sé que han pasado muchos años desde entonces, mientras rompo el cemento, tengo
la esperanza de estar abriendo una puerta a nuevas generaciones de ratas que se
sientan atraídas a mi terraza, que me hagan sentir viva otra vez. Las recibiré
gustosa con lanzas más sofisticadas.
¡Qué
emoción!
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
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