Sunday, October 16, 2022

 

LAS GOMAS DEL MAGIC

—Vamos al Magic.

Así de fácil se resolvió a dónde iríamos esa noche. Era una de esas veces en las que salía con mis hermanos y sus amigos, sin embargo, esta era la primera vez que iba con ellos al Magic.

No recuerdo porqué quise ir, pues a mí las discotecas en realidad ni me gustaban. No sabía, ni sé bailar y nunca me han gustado los lugares obscuros, pues me siento en desventaja. No poder ver todo para mí es desagradable y, para colmo, esos cambios de luces con los que a veces ves y a veces no, acaban produciéndome dolor de cabeza.

Pero, en fin, ahí estaba con mis hermanos y sus amigos, a las once de la noche, afuera del famoso Magic.

Recuerdo que mandaron a uno de ellos primero, para que entrara y volviera a salir.

Años después recordaría ese momento, pues estudiando el comportamiento de las ratas (por razones que no explicaré en este momento), supe que suelen enviar primero a una rata, vieja o enferma, a tantear el terreno, para ver si hay alimento y si es un lugar seguro. Si todo está bien, va el resto de las ratas. Así veo desde entonces a ese amigo de mi hermano Jorge, no porque estuviera viejo, ni tampoco enfermo, pero fue como la rata que exploró el territorio antes de que fuéramos los demás.

Yo no sabía porqué él iba primero, ni porqué los demás, reunidos alrededor de Jorge, esperábamos su regreso.

En realidad no tardó mucho.

Regresó feliz, con el brazo extendido, llegando hasta Jorge para enseñarle algo que yo no veía, como cuando un niño le enseña a su mamá un piquete de mosco.

—¿Ya lo tenemos? —preguntó alguien.

—No, pero está fácil —fue la respuesta de Jorge.

¿De qué hablaban?

No entendía nada. Pero no tardé en comprender qué era eso que Jorge había visto en el brazo de su amigo.

¡Era un sello!

Jorge rápidamente abrió la cajuela. Pude ver que elegía una goma Pelikan nueva de entre varias  que había ahí. Con mano experta hizo unos trazos en la goma y con un exacto y con una rapidez asombrosa, fue haciendo pequeños cortes a la goma para imitar al revés el dibujo del sello que le habían puesto a su amigo.

Además de gomas nuevas, había otras que tenían restos de tinta de diferentes colores. Y es que el Magic le ponía un sello en el brazo a sus clientes que tenían que salir a la calle por algún motivo. Y el sello y el color que usaban era diferente cada día, pero nada que detuviera el ingenio y la creatividad de mi hermano.

Terminados los cortes a la goma y usando el color indicado, todo mundo se presentó a la puerta con un sello que el portero casi ni miró, lo que para mí significó que lo había reconocido como auténtico. Muchos años después supe que ese individuo algo excedido de peso, era aficionado a pequeños regalitos que recibía con frecuencia y emoción. Así, su mirada se desviaba cada viernes o sábado en la noche, en el momento preciso, tal vez para admirar los llaveros, las linternas y los relojes digitales que apretaba en su regordeta y morena mano, al tiempo que quitaba la cadena con la otra mano para dejar pasar al grupo de amigos que más le alegraba más. En algo nos parecíamos ese hombre y yo, también le encantaban los dulces gringos.

De alguna manera, alguno de los amigos de mis hermanos, tal vez la rata vieja, había llegado a un acuerdo con el cadenero del Magic. Pero debo aclarar que hacerse de la vista gorda a la entrada no incluía ni un peso de descuento a la hora de pagar la cuenta.

En cuanto a mi hermano, el artista, todavía no sé cómo es que imitaba a la perfección algo que veía al revés, pero creo que tiene que ver con que su mundo así es, ser zurdo es un poco como entender el mundo diestro y adaptarlo a sí mismo.

¿Qué si me divertí?

La verdad es que no tanto. Ya lo dije, las discotecas no me gustaban.

 

SILVIA RAMÍREZ DE AGUILAR P.

 

 

 

 

Tuesday, March 15, 2022

LA FAMILIA CAMPECHANO DE RIZO BLANCO

 

En la época en la que mis hermanos Luis y Jorge y yo éramos adolescentes, nos entreteníamos escribiendo diferentes cuentos, pero la historia que recordé hace unos días y que esperé encontrar entre mis escritos viejos, casi poniendo changuitos y rogando a los seres del más allá para que estuviera donde yo pensaba, es la de una familia a la que bautizamos como lo dice el título de este escrito. Esta singular familia, desde nuestros conocimientos adolescentes, era representativa de un estrato de la sociedad que desconocíamos y cuyas únicas referencias eran lo que habíamos visto en la tele y de pasada desde el coche.

La familia estaba compuesta por el padre, la madre y nueve hijos.

La historia comienza con el atropellamiento y la muerte instantánea del padre una tarde al salir de su trabajo, una fábrica de cubetas en la que era obrero.

Su muerte, a diferencia de lo que pudiera pensarse, de ninguna manera se considera una desgracia para la familia, a quienes poco les faltó para dar gracias al Cielo por tan buen regalo, pues estaban hartos de la agresividad del hombre y de sus continuas borracheras.

Una vez enterrado Francisco Campechano en la fosa común (cosa que no es tan sencilla como lo creíamos), los hijos mayores no ven más remedio que ponerse a trabajar, pues aparentemente eran unos vagos mantenidos de su padre. Pancho se mete a trabajar en una tortillería y Eugenia como costurera.

Jamás, en los escritos que conservo, se especifican las edades de los hijos de la ahora viuda Eugenia de Rizo Blanco, y son tantos, que es muy difícil saber quién es quién.

Para colmo de males, si ya de por sí eran muchos personajes, un tiempo después se muda a la vecindad un viudo, Juan Pedro Ríos y sus ocho hijos. Entre las dos familias hay nombres repetidos: Saúl Campechano, Saúl de los Ríos, Carmelo Campechano y Carmela de los Ríos.

No sé cómo lográbamos no confundirnos. O tal vez sí nos confundíamos, pero como son tantos, el lector también se confunde y no pasa nada, pues no se nota la confusión del autor.

A mí, el personaje que más me gusta, empezando por su nombre, es la vecina doña Ramona Cerilla vda. De Lucas. Esta señora es metiche, pero tiene buenas intenciones. No sabemos su edad y, por el nombre, uno se imagina que por lo menos tiene unos sesenta años. Doña Ramona sabe leer las cartas y al ver a Eugenia sola, le ofrece hacerle una sesión de lectura de cartas para conocer su futuro. Eugenia, ofendida, le contesta que no, que esas son cosas del diablo, que a Dios eso no le gusta.

Meses después, una mañana temprano, doña Ramona golpea a la puerta de los Campechano con desesperación. Todos creen que hay un incendio o una desgracia similar, y en pijama y despeinados se enteran que la viuda se va a Saltillo, a casa de su hermana mayor, que las cartas le dijeron (no sé cómo) que se fuera para allá, pues ahí estaba su futuro.

Efectivamente, la viuda de Lucas atiende a su hermana en sus últimos días, la asiste en sus momentos finales y hereda la fortuna de la muerta. No solo eso, el amor vuelve a tocar a su puerta cuando Saúl Campechano, de quien la familia no sabía nada desde hacía meses y ya creían muerto a causa de las drogas a las que se había hecho asiduo consumidor, llega a su casa gracias a una carta que le entregó el cartero el día que decidió irse y que tuvo en su poder mucho tiempo. La carta seguía cerrada, pues Saúl no se había atrevido a abrir la correspondencia de su madre, pero el remitente era como una llamada a una vida mejor. De alguna manera, que no está clara en los escritos, se enamoran. La familia festeja no solo su extraño amor, sino también que está libre de drogas y ahora es rico.

Por otra parte, aunque Eugenia no accedió a que le leyeran las cartas, ella sabía que su destino estaba con Juan Pedro y, ni tarda ni perezosa, decide conquistarlo. Cada vez que puede lo invita a los eventos familiares, cocina también para la familia de él, se presenta en su casa cada vez que muere de deseos por verlo, que es a cada rato y, cuando ya está desesperada por la nula iniciativa del vecino, es ella quien le declara su amor que, felizmente, resulta ser mutuo.

Para corresponder por todo lo que Eugenia hace por su familia, Juan Pedro, preocupado por uno de los hijos menores de Eugenia, que aún no camina, lo lleva con un médico que él conoce. Lucio es evaluado. El médico asegura que todavía se puede hacer algo. Pero como es un tratamiento muy costoso, los hermanos deciden mejor dejarlo así pues ya están acostumbrados, y lo solucionan comprando una silla de ruedas.

Era muy divertido agregar detalles como el decorado de la casa, que era francamente horrible, o los cincuenta bolillos que compraban diariamente (cuando en nuestra casa, con cinco hijos, solamente se compraban seis), la manera como los hijos iban teniendo a sus propios hijos que, para que fueran más, hasta tenían triates, la manera como se tenían que acomodar en su diminuta casa para dormir, o lo horrenda que era Rosaura, la esposa de Carmelo, a quien había embarazado sin querer.

También había personajes que existían únicamente como un motivo más para reírnos, como el afeminado novio de Eugenia, la hija: Hermelindo Flores Rojas. No era un mal partido, pues era hijo de don Gumersindo Flores del Campo, un próspero mueblero de Tepito. Pero resultó tener un romance con un individuo al que apodaban “Gladiolo”, en vista de lo cual Eugenia le dice que no lo quiere volver a ver.

Desgraciadamente no conservo lo que escribieron mis hermanos, pero recuerdo, como si estuviera con ellos, la manera como nos reíamos frente a las exageraciones que le atribuíamos a esta familia.

En unas cuantas páginas pude contar cuarenta y cinco personajes, ninguno de los cuales es el protagonista, que más que historia, es un registro muy confuso de las actividades de esta familia.

Ahora cuento con un árbol genealógico, y puedo ubicar a Pancho, Eugenia, Carmelo, Saúl, Lucio, Matilde, Arturo, Jacinta (alcohólica desde la secundaria) y Federico (el niño que murió de una extraña enfermedad). Además, están los niños que Eugenia y Juan Pedro procrearon juntos: Encarnación, Ignacia y Rosendo.

Y todavía faltan los hijos de Juan Pedro: Isidro, Carmela, Armando, Julio, Renato, Juan, Saúl y Beto.

Sin olvidar a los nietos: Filiberto (el del labio leporino, como el tío abuelo Filiberto), Rigoberto, Ricardo y Renato, Zoila, Otilia, Ismael y Fortino.

Además de amigos, vecinos y empleadores.

Con tanto material, hubiéramos podido escribir muchas más anécdotas de esta familia durante muchas más tardes. 

No recuerdo qué nos distrajo de tan divertida labor, pero debe haber sido algo mucho mejor. Sin embargo, disfrutamos mucho el tiempo que duró.

Aún ahora puedo imaginarnos en mi recámara, cada uno con un cuaderno, leyendo, muertos de risa, algo que se nos había ocurrido para agregar a la historia.

 

 

 

Sunday, February 27, 2022

LA VACUNA

 

Hace poco, volvimos mi hermano Jorge y yo a una clínica en la que atendía un pediatra al que íbamos siendo niños. Tiene cierta magia volver a pisar un lugar que ya tenías olvidado. Volver a los lugares en los que estuviste en tu niñez, te transporta al pasado de una velocidad instantánea.

Recordé de inmediato una ocasión en la que mi mamá nos llevó a vacunar. No recuerdo con precisión la enfermedad en cuestión. Me parece que era una de esas en la que aparecen erupciones en la piel.

Yo ya no era tan pequeña y había decidido ser valiente y no llorar, aunque me doliera. No era una promesa a mi mamá, ni al doctor. Era algo que yo había decidido para mí misma.

Por supuesto me dolió, pero disimulé el dolor y hasta logré la felicitación del doctor por mi valentía. Mi hermano Luis se resistió un poco, pero finalmente cedió y fue vacunado.

Pero Jorge, que de él trata esta historia, no estaba dispuesto a permitir que la aguja perforara su piel. Recuerdo que el doctor, la enfermera y mi mamá intentaron convencerlo, no sé si hasta quisieron chantajearlo. En vista de que no lo lograban, hasta yo le dije que no dolía tanto, lo cual era una mentira enorme, pues el brazo aún me dolía.

Y es que el problema no era el dolor que pudiera sentir, es que él aseguraba que esa enfermedad ya le había dado.

Mi mamá no recordaba (a fin de cuentas tenía muchos hijos), y, por lo visto, el expediente del doctor no decía tal cosa, si es que lo revisaron.

Al ver que no podrían convencer a Jorge por las buenas, empezó el forcejeo: ya habían perdido mucho tiempo con las negociaciones.

Creyeron que sería fácil, que al tomarlo por ambos brazos cedería. Pero no.

─¡A mí ya me dio! ¡A mí ya me dio! ─decía Jorge, cada vez a un volumen más alto.

En un descuido de los adultos, Jorge logró liberarse y salió corriendo del consultorio del pediatra, atravesó corriendo la clínica, gritando a viva voz que a él ya le había dado, ante los ojos de los atónitos pacientes de los otros médicos, y salió triunfante a donde ahora hay un jardín, pero que en ese entonces había lugares para estacionarse, hasta frenar junto al coche de mi mamá.

Ni la enfermera ni el doctor estuvieron ya dispuestos a luchar y a forcejear más con ese niño y, finalmente, todos subimos al coche.

El camino de regreso fue amenizado con los regaños por parte de mi mamá y la insistencia de Jorge de que a él ya le había dado.

Me imagino lo que cada uno iría pensando en el camino de regreso:

Mi mamá enojadísima por la vergüenza que había tenido que pasar.

Jorge feliz a pesar del regaño y seguro de haber hecho lo correcto.

Yo orgullosa de haber podido aguantar el dolor.

Luis, tal vez divertido por la escena al ver correr a Jorge a toda velocidad.

La conclusión de esta historia es que Jorge tenía razón, su álbum de bebé tenía la evidencia escrita con la letra de mi mamá: a él ya le había dado.

Entonces Luis y yo dudamos ¿y si tontamente nos habíamos dejado vacunar contra algo que ya nos había dado?

Hoy que lo recuerdo, me parece que fue una escena de lo más divertida, como de caricatura: un niño corriendo despavorido y detrás de él, el doctor, la enfermera y los hermanos, ansiosos por ver el desenlace ¿Quién ganaría?

Un lustro después miré a mi hermano y no pude evitar preguntarme si esta vez también correría despavorido, lejos de una jeringa en caso de requerir ser inyectado.


Silvia Ramírez de Aguilar P.