Saturday, June 18, 2016

ALBERTO RAMÍREZ DE AGUILAR, MI PAPÁ





A mi papá realmente lo conocí muy poco, pues murió en 1970, cuando yo tenía nueve años. Su muerte fue devastadora, pues me dejó desestabilizada.
Es muy difícil para un niño quedarse sin papá. Todos los días te sientes en desventaja junto al resto de los niños y odias que hablen de sus papás pues el tuyo, al que tanto admirabas, ya no está.
Mi papá era un famoso periodista de los años sesenta, que hacía películas, escribía libros y tenía sus propios programas de televisión y de radio. Era un hombre muy inteligente y admirado.
Lo recuerdo como mi héroe, no porque fuera tan famoso, sino simplemente porque era mi papá. Me encantaba estar junto a él, tomarlo de la mano o del brazo y no soltarlo, aunque estuviera comiendo. Me gustaba entrar a su despacho, verlo teclear su máquina de escribir y aspirar el olor de su pipa.
Nos contaba historias de terror cuando íbamos en carretera, nos acomodaba en poses simpáticas para tomarnos fotos y fue él quien fomentó mi gusto por la lectura, al grado que decía que no fueran a dejar cerca de mí el directorio telefónico, pues seguramente lo leería.
No recuerdo muchas de las cosas que le gustaban a mi papá, pero hay una que no puedo olvidar: el chamoy chino, esos chabacanos que secan en sal. Recuerdo haber descubierto una bolsita de papel debajo del asiento de su coche, y dentro de ella, chabacanos secos.
Le robé unos cuantos y, aunque me descubrió, no se enojó, nos ofreció más a mis hermanos y a mí. Supongo que es por eso que a mi hermano Jorge también le gustan tanto.
Mi papá murió hace casi cuarenta y seis años, pero cuando pienso en él, yo vuelvo a ser una niña y vuelvo a sentir el intenso amor y admiración que sentía esa niñita de nueve años cuando miraba para arriba y veía a ese hombre alto y guapo con la pipa en la mano y la cámara Polaroid colgada del cuello. Lo extraño tanto como el primer día, pero ahora entiendo que, aunque parezca que unos se van muy pronto y otros se quedan más, la verdad es que cada quien se queda lo que se tiene que quedar y hay que disfrutar a quienes están por el tiempo que nos sea concedido.




Sunday, February 14, 2016

EL COCHE DE LUIS



En mi casa, la única regla para poder tener coche era muy simple: haber terminado preparatoria.

En mi caso, el coche lo recibí unos pocos meses antes de graduarme. Me imagino, nunca le he preguntado a mi mamá, que fue porque era obvio que terminaría. Aunque también puedo suponer que estarme llevando a la escuela todos los días la había cansado y manejar esos pocos kilómetros me serviría de práctica para cuando fuera a la universidad.

Después de mí, tocó el turno a mi hermano Luis y no recuerdo cuál fue la descabellada razón por la cual él buscó su propio coche, pues no tenía la menor idea ni de motores, ni de compra-venta de vehículos, además de ser en extremo inocente.

El caso es que Luis se lanzó a la búsqueda del coche de sus sueños. Buscó y buscó.

Y un buen día, nos anunció, emocionado, que al fin lo había encontrado, que era el coche perfecto. Que era tan maravilloso, que incluso lo había dejado apartado, dejando en prenda el reloj Rolex que había heredado de nuestro padre.

¡¿QUÉ?!

No podíamos creer lo que había hecho.

No quería que nadie le ganara el extraordinario coche amarillo, cuyo único defecto era oler un poco mal, pues dentro había un poco de basura.

Pero ¿qué importa? Se limpia y ya.

Afortunadamente el dueño del maloliente coche era sucio, pero honrado, y el valioso reloj regresó a su dueño sin haber sufrido ningún percance.

Por fin llegó Luis a la casa conduciendo su primer coche.

¡Qué feliz estaba!

Recuerdo el orgullo con el que lo estacionó en el garage y se dispuso a limpiarlo. El coche no tenía “un poco de basura”, de él salieron toneladas, nada más de la que estaba sobre los asientos o en el piso y la cajuela, pero la verdadera razón de la pestilencia del coche se escondía debajo de los asientos: allí había por montones: pedazos de pan, dulces, envolturas, vasos desechables, colillas de cigarrillos, chicles masticados y petrificados y trozos de materia orgánica inidentificable. Y junto con todo esto, una sorpresita de la cual el dueño anterior jamás habló:

¡Cucarachas!

Sí, el extraordinario coche de Luis tenía una invasión de cucaracha alemana.

       ¡Qué asco! −dijimos todos en cuanto lo supimos.

Desgraciadamente, ya no había nada que hacer.

       Véndeselo a alguien más −opinó algún conocido.

Pero Luis se negó. Acabaría con ellas.

A fin de cuentas, el hombre que más sabía de plagas en México vivía en nuestra casa. Nuestro padrastro era el dueño de la más grande compañía de control de plagas que ha habido en este país.

Pero ni Luis, ni nuestro padrastro contaban con un pequeño detalle: las cucarachas darían batalla, no soltarían tan fácilmente su apestoso hogar.

Así, muchas fumigadas después, el coche de Luis ya no olía a basurero, sino a bote de insecticida, lo cual no hubiera estado mal si a cambio se hubieran eliminado las cucarachas, pero no fue así.

Siempre que pude, evité subirme a ese coche, pero a veces tuve que hacerlo y no era agradable sentir cosquillitas en una pierna, en un brazo o en la mano. No nos explicamos cómo fue que sobrevivieron al tratamiento extremo de aniquilación, pero lo hicieron.

Finalmente, Luis se dio por vencido y aprendió a convivir con ellas por el no tan corto tiempo que fue dueño de ese coche. A fin de cuentas, ellas habían sido dueñas del maravilloso coche amarillo antes que él. Y yo, por seguridad, estacionaba mi coche naranja lejos del de Luis, no fuera a ser que las pequeñas y compartidas cucarachas quisieran mudarse a un nuevo hogar o mandaran a sus hijas a estudiar a otro coche.

SILVIA RAMÍREZ DE AGUILAR P.