Tuesday, March 15, 2022

LA FAMILIA CAMPECHANO DE RIZO BLANCO

 

En la época en la que mis hermanos Luis y Jorge y yo éramos adolescentes, nos entreteníamos escribiendo diferentes cuentos, pero la historia que recordé hace unos días y que esperé encontrar entre mis escritos viejos, casi poniendo changuitos y rogando a los seres del más allá para que estuviera donde yo pensaba, es la de una familia a la que bautizamos como lo dice el título de este escrito. Esta singular familia, desde nuestros conocimientos adolescentes, era representativa de un estrato de la sociedad que desconocíamos y cuyas únicas referencias eran lo que habíamos visto en la tele y de pasada desde el coche.

La familia estaba compuesta por el padre, la madre y nueve hijos.

La historia comienza con el atropellamiento y la muerte instantánea del padre una tarde al salir de su trabajo, una fábrica de cubetas en la que era obrero.

Su muerte, a diferencia de lo que pudiera pensarse, de ninguna manera se considera una desgracia para la familia, a quienes poco les faltó para dar gracias al Cielo por tan buen regalo, pues estaban hartos de la agresividad del hombre y de sus continuas borracheras.

Una vez enterrado Francisco Campechano en la fosa común (cosa que no es tan sencilla como lo creíamos), los hijos mayores no ven más remedio que ponerse a trabajar, pues aparentemente eran unos vagos mantenidos de su padre. Pancho se mete a trabajar en una tortillería y Eugenia como costurera.

Jamás, en los escritos que conservo, se especifican las edades de los hijos de la ahora viuda Eugenia de Rizo Blanco, y son tantos, que es muy difícil saber quién es quién.

Para colmo de males, si ya de por sí eran muchos personajes, un tiempo después se muda a la vecindad un viudo, Juan Pedro Ríos y sus ocho hijos. Entre las dos familias hay nombres repetidos: Saúl Campechano, Saúl de los Ríos, Carmelo Campechano y Carmela de los Ríos.

No sé cómo lográbamos no confundirnos. O tal vez sí nos confundíamos, pero como son tantos, el lector también se confunde y no pasa nada, pues no se nota la confusión del autor.

A mí, el personaje que más me gusta, empezando por su nombre, es la vecina doña Ramona Cerilla vda. De Lucas. Esta señora es metiche, pero tiene buenas intenciones. No sabemos su edad y, por el nombre, uno se imagina que por lo menos tiene unos sesenta años. Doña Ramona sabe leer las cartas y al ver a Eugenia sola, le ofrece hacerle una sesión de lectura de cartas para conocer su futuro. Eugenia, ofendida, le contesta que no, que esas son cosas del diablo, que a Dios eso no le gusta.

Meses después, una mañana temprano, doña Ramona golpea a la puerta de los Campechano con desesperación. Todos creen que hay un incendio o una desgracia similar, y en pijama y despeinados se enteran que la viuda se va a Saltillo, a casa de su hermana mayor, que las cartas le dijeron (no sé cómo) que se fuera para allá, pues ahí estaba su futuro.

Efectivamente, la viuda de Lucas atiende a su hermana en sus últimos días, la asiste en sus momentos finales y hereda la fortuna de la muerta. No solo eso, el amor vuelve a tocar a su puerta cuando Saúl Campechano, de quien la familia no sabía nada desde hacía meses y ya creían muerto a causa de las drogas a las que se había hecho asiduo consumidor, llega a su casa gracias a una carta que le entregó el cartero el día que decidió irse y que tuvo en su poder mucho tiempo. La carta seguía cerrada, pues Saúl no se había atrevido a abrir la correspondencia de su madre, pero el remitente era como una llamada a una vida mejor. De alguna manera, que no está clara en los escritos, se enamoran. La familia festeja no solo su extraño amor, sino también que está libre de drogas y ahora es rico.

Por otra parte, aunque Eugenia no accedió a que le leyeran las cartas, ella sabía que su destino estaba con Juan Pedro y, ni tarda ni perezosa, decide conquistarlo. Cada vez que puede lo invita a los eventos familiares, cocina también para la familia de él, se presenta en su casa cada vez que muere de deseos por verlo, que es a cada rato y, cuando ya está desesperada por la nula iniciativa del vecino, es ella quien le declara su amor que, felizmente, resulta ser mutuo.

Para corresponder por todo lo que Eugenia hace por su familia, Juan Pedro, preocupado por uno de los hijos menores de Eugenia, que aún no camina, lo lleva con un médico que él conoce. Lucio es evaluado. El médico asegura que todavía se puede hacer algo. Pero como es un tratamiento muy costoso, los hermanos deciden mejor dejarlo así pues ya están acostumbrados, y lo solucionan comprando una silla de ruedas.

Era muy divertido agregar detalles como el decorado de la casa, que era francamente horrible, o los cincuenta bolillos que compraban diariamente (cuando en nuestra casa, con cinco hijos, solamente se compraban seis), la manera como los hijos iban teniendo a sus propios hijos que, para que fueran más, hasta tenían triates, la manera como se tenían que acomodar en su diminuta casa para dormir, o lo horrenda que era Rosaura, la esposa de Carmelo, a quien había embarazado sin querer.

También había personajes que existían únicamente como un motivo más para reírnos, como el afeminado novio de Eugenia, la hija: Hermelindo Flores Rojas. No era un mal partido, pues era hijo de don Gumersindo Flores del Campo, un próspero mueblero de Tepito. Pero resultó tener un romance con un individuo al que apodaban “Gladiolo”, en vista de lo cual Eugenia le dice que no lo quiere volver a ver.

Desgraciadamente no conservo lo que escribieron mis hermanos, pero recuerdo, como si estuviera con ellos, la manera como nos reíamos frente a las exageraciones que le atribuíamos a esta familia.

En unas cuantas páginas pude contar cuarenta y cinco personajes, ninguno de los cuales es el protagonista, que más que historia, es un registro muy confuso de las actividades de esta familia.

Ahora cuento con un árbol genealógico, y puedo ubicar a Pancho, Eugenia, Carmelo, Saúl, Lucio, Matilde, Arturo, Jacinta (alcohólica desde la secundaria) y Federico (el niño que murió de una extraña enfermedad). Además, están los niños que Eugenia y Juan Pedro procrearon juntos: Encarnación, Ignacia y Rosendo.

Y todavía faltan los hijos de Juan Pedro: Isidro, Carmela, Armando, Julio, Renato, Juan, Saúl y Beto.

Sin olvidar a los nietos: Filiberto (el del labio leporino, como el tío abuelo Filiberto), Rigoberto, Ricardo y Renato, Zoila, Otilia, Ismael y Fortino.

Además de amigos, vecinos y empleadores.

Con tanto material, hubiéramos podido escribir muchas más anécdotas de esta familia durante muchas más tardes. 

No recuerdo qué nos distrajo de tan divertida labor, pero debe haber sido algo mucho mejor. Sin embargo, disfrutamos mucho el tiempo que duró.

Aún ahora puedo imaginarnos en mi recámara, cada uno con un cuaderno, leyendo, muertos de risa, algo que se nos había ocurrido para agregar a la historia.