Saturday, November 30, 2019
Friday, September 27, 2019
ENTRE FUEGO, MOCO Y BICHOS
Normalmente medito muy bien mis acciones. Me detengo a
analizar los pros y los contras de lo que tengo planeado hacer y busco más de
una solución o más de un camino, pues así voy sobre seguro y no me topo con
sorpresas desagradables.
Sin embargo, ha habido algunos momentos en mi vida en los
que he actuado de manera impulsiva, con resultados verdaderamente desastrosos.
En este momento recuerdo tres de esas pésimas ideas:
La primera de ellas sucedió en mi casa.
En mi jardín, en un rincón oculto, se habían acumulado muchísimas
ramas secas.
Mi marido, quien ya había muerto hacía como ocho años, solía
guardar las ramas celosamente, pues servían como combustible para prender fuego
en un asador, en el que preparaba paellas muy buenas. Así, mientras las ramas
tuvieron un uso, estuvieron controladas, pero ocho años después, ahí seguían
las que él había guardado, más las que yo había sumado.
No es que hubiera toneladas de ramas, pero todos sabemos que
las ramas tienen pequeñas ramas y esas pequeñas ramas tienen otras aún más
pequeñas y eso hace que ocupen demasiado espacio y me estorbaban. Además, me di
cuenta de que no tenía necesidad de acumularlas, pues jamás haría una paella y,
aunque quisiera o supiera hacer una, el asador se había oxidado y hasta hoyos
tenía.
Sé que un jardinero rápidamente podría haber acomodado todas
las ramas juntas después de cortarlas
del mismo tamaño y, con la misma destreza que un payaso convierte un globo en
un perrito, hubiera tenido listas, al menos, un par de relucientes escobas.
Pero yo no tenía jardinero, pues tampoco tenía pasto.
Así es que mi atado de ramas quedó nefasto. Mi plan B fue
meterlas en un costal. En mi mente, las ramas entraban al costal con una
facilidad impresionante, pero en la vida real, luchaban con uñas y dientes y se
aferraban a la orilla del costal, por lo que solo unas cuantas quedaron
atrapadas ahí dentro.
Este es el momento en el que, decidida a terminar con tanta
rama, vino una maravillosa idea a mi cabeza. Rápidamente procedí a acomodarlas
todas, incluso las del costal, que ahora se negaban a salir, en una jardinera
que en ese momento no tenía plantas. Era un área cerrada que me permitiría
controlar la situación. Y, con la ayuda de un poco de alcohol, les prendí
fuego.
Al principio, todo fue maravillosamente bien. Era domingo y
yo tenía una buena fogata en el jardín. Hasta lamenté no tener malvaviscos.
¡Qué buena idea la mía!
Sin embargo, mi gozo se esfumó muy pronto, pues poco a poco
las llamas empezaron a crecer y mis dudas junto con ellas. Hubo un momento en
el que el fuego estuvo a punto de alcanzar a mi árbol de chabacanos, y entonces
me di cuenta de que debía detener el fuego a como diera lugar.
Miré a mi alrededor y allá, como a diez metros, la manguera
me sonreía.
No dudé ni un segundo: abrí la llave del agua y procedí a
mojar las ramas que ya estaban al rojo vivo.
El nefasto resultado fue una gigantesca nube de humo blanco,
que fácilmente hubiera podido equipararse a una cumulonimbus. Esta inmensa
nube, cubría toda el área de mi jardín y subía hacia el espacio sideral. Estoy
segura de que hasta los extraterrestres, desde sus remotos planetas, pudieron
ver lo que sucedía en mi jardín, por eso no entiendo cómo es que los vecinos no
llamaron a los bomberos.
La buena noticia es que una vez que se disipó toda esa
humareda, y cuando al fin pude ver algo que no fuera blanco, descubrí con
regocijo que las ramas se habían reducido a unos pequeños tronquitos
carbonizados.
Y ya que estamos afuera, fue aquí donde tuve otra de mis
maravillosas ideas.
Mi perro Fluffy vivía en el jardín, y era allí donde tenía
sus platos. A veces no tenía tanta hambre, y su plato de la comida permanecía
lleno de croquetas hasta el día siguiente. Digamos que comía cuando quería y
eso nunca fue un problema ni para él, ni para mí. Y así pasaron muchos años,
hasta que, poco a poco, fui notando que alguien más se alimentaba de las
croquetas de Fluffy.
De noche, varias babosas (sí, esas primas de los caracoles
que no tienen concha), aprovechando que el plato estaba servido, se daban un
festín, dejando sobre las croquetas caminitos brillantes del moco que secretan
para poder deslizarse.
¡Asqueroso!
Busqué y busqué sin éxito el lugar en el que se escondían
durante el día para evitar que llegaran hasta la comida de mi perro, pues muchas
veces me tocó despegar a estos molestos moluscos, tirar las croquetas
contaminadas y, además, tener que lavar el plato, que seguía resbaloso a pesar
de las muchas lavadas.
De nada sirvió cambiar varias veces el plato de lugar e
incluso ponerlo en un lugar más alto, pues las babosas no eran nada babosas y
volvían a encontrarlo con suma facilidad.
Mi paciencia, que a veces es infinita, esta vez se agotó.
¿Qué se creían esos bichos? Ya verían que habían hecho muy
mal metiéndose conmigo.
Así es que, una noche esperé pacientemente a que el plato se
llenara de babosas, y cuando ya estuvo reunida toda la familia, abrí la puerta
y, casi con una carcajada de bruja, arrojé al plato puños de sal.
No quise ver cómo se retorcían. Simplemente cerré la puerta
y me fui a dormir.
A la mañana siguiente, descubrí mi estupidez.
Yo había leído que las babosas y los caracoles se
deshidratan cuando les pones sal, y estaba lista para encontrar babosas
deshidratadas, como chiles secos, algo así como chiles pasilla, pero nunca
estuvo mi mente preparada para lo que había sucedido en el plato de Fluffy.
Aquella familia de babosas había pasado de ser entes
separados, a una asquerosa fusión, que incluso parecía haber burbujeado en
algún momento de la noche y que había tomado la forma circular del plato.
Digamos que se había convertido en una especie de tapa, de una consistencia
tipo hule, que intenté separar del plato, ayudándome con la pequeña pala del
jardín, al mismo tiempo que contenía las arcadas que se fueron haciendo más y
más frecuentes, hasta que opté por tirar todo a la basura, con lo que Fluffy
salió ganando.
Entendí, gracias a esa nauseabunda lección, que era mucho
mejor hacer un círculo protector de sal y poner el plato nuevo en el centro de
ese círculo.
Mi tercera pésima idea sucedió en Cancún.
Estoy convencida de que no hay peor bicho en la creación que
las cucarachas de las grandotas, esas cuyo nombre científico es Periplaneta
Americana. Por eso, esas vacaciones no quería toparme con
ninguna, a menos que estuviera muerta.
Mi plan era perfecto: apenas llegara a mi habitación,
pondría una barrera protectora entre ellas y yo. Y justamente eso fue lo que
hice, rocié insecticida dentro de la coladera de la regadera para que se
murieran antes de salir.
Muy satisfecha con mi acción, abrí mi maleta y empecé a
sacar la ropa, perfectamente tranquila, pues no me toparía ni de casualidad con
ninguno de estos desagradables y enormes bichos.
Pero, cuando volví a entrar al baño para dejar mi shampoo,
me llevé la peor sorpresa de la que tengo memoria. En mi ignorancia, había
abierto las puertas del inframundo, seguramente los señores de Xibalbá enojados
por mi acción, habían decidido desquitarse, pues de la coladera estaban
saliendo cucarachas moribundas que iban de aquí para allá, queriendo escapar de
los vapores del mortal insecticida. Y yo, como ellas, también iba de aquí para
allá intentando escapar, pues me da terror pisarlas.
Mi pánico fue tal, que estuve a punto de renunciar a mis
vacaciones, incluso volví a cerrar mi maleta. No obstante, ese día entendí que
no importa la edad que tengas, siempre vas a recurrir a tu mamá cuando estás en
conflicto y siempre tu mamá vuelve a ser una heroína a la que vuelves a ver
como cuando eras niña. Gracias a ella las cucarachas desaparecieron. La coladera
quedó tapada y yo pude disfrutar de unas maravillosas vacaciones en familia.
Y supongo que las cucarachas que no murieron siguieron
viviendo muy felices dentro de su maloliente coladera, de lo cual me alegro
siempre y cuando estén lejos de mí.
Silvia Ramírez de Aguilar P.
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