Thursday, November 12, 2015

¡LE DÍ! ¡LE DÍ!



En la época en la que mis hermanos y yo éramos adolescentes, solíamos salir a caminar los tres juntos por los alrededores de nuestra casa. A mí, en particular, me gustaba ir a Plaza Satélite, que era el centro comercial más cercano.  

Aquel día, precisamente, era allí hacia donde nos dirigíamos. No recuerdo a qué, pero no dudo que los haya convencido de ir a la papelería que allí había. Así como a muchas mujeres les encanta ir a ver zapatos, a mí lo que me emociona son las papelerías y las librerías.

En el camino, normalmente hablábamos sobre cosas que sucedían en la casa o  en la escuela o criticábamos algo que hubiera hecho nuestro hermano mayor. Reíamos y hablábamos mientras caminábamos pacíficamente.

Uno de los tres sacó unos chicles, y todos comimos uno. Mi hermano Luis hizo una bolita con la envoltura del suyo y estuvo jugando con la bolita por un tramo del camino. Justo cuando llegamos al corte del camellón por el que íbamos caminando, nos detuvimos pues un camión estaba dando vuelta en U, y tuvo que ser en ese preciso instante cuando Luis lanzó con los dedos la bolita de papel.

La bolita salió disparada a toda velocidad y los tres pudimos ver, boquiabiertos, cómo terminó su carrera justo en la cara del chofer del camión.

Luis, no entendiendo la gravedad del asunto, se puso feliz y gritó emocionado:

- ¡Le di! ¡Le di!

Jorge y yo nos miramos asustados. El chofer nos miró enfurecido, con la cara transformada en una mueca que daba miedo. Soltó el volante para abrir la puerta, y fue cuando Jorge exclamó:

- ¡Corran!

Estoy segura de que Luis no entendió, en ese instante, el problema en el que nos había metido, pero obedeció el mandato de su hermano menor. Corrimos todos juntos, siguiendo a Jorge. Pudimos ver al chofer bajarse del camión y correr tras de nosotros. Yo pensé que solo pretendía darnos un susto, pues había abandonado el camión a media calle, con la puerta abierta. Pero era tal su coraje, que el camión abandonado no le importaba en lo más mínimo. Su venganza era mucho más importante.

Pero para vengarse, era imperativo alcanzarnos.

Como dice el dicho, corrimos “como alma que lleva el Diablo”. No recuerdo haber tenido un motivo más importante antes de ese día para correr como lo hice, pues creí que quería matarnos.

Tuve miedo por mí y por mis hermanos, sobre todo por Luis, pues era quien había ofendido al chofer.

Podíamos ver al hombre, enfurecido, correr tras de nosotros. Nos escondíamos atrás de los coches estacionados, de árboles y matorrales y en las entradas de las casas y, cuando sentíamos que estaba lo suficientemente cerca, volvíamos a correr, lo que hacía que se enojara aún más.

En algún momento, pensando que no se detendría jamás, para confundirlo nos separamos y, no sé si fue el no poder dividirse en tres, que ya estaba muy cansado, que el camión ya estaba muy lejos o que se le pasó el coraje, pero el caso es que el chofer decidió regresar al lugar en el que había abandonado su camión con la puerta abierta.

Cuando lo vimos alejarse, agotado por tanto correr, respiramos aliviados de seguir con vida y sin un rasguño.

Durante años he pensado en tres posibilidades:
1.     Que el hombre encontrara su camión tal y como lo había dejado: con las llaves puestas y la puerta abierta.
2.     Que el hombre no recordara en dónde había dejado el camión por haber estado corriendo tras de nosotros.
3.     Que le hubieran robado el camión.

Al principio esperaba, con todo mi corazón, que la posibilidad tres fuera la  ganadora, pues imaginaba todo lo que nos hubiera hecho, de alcanzarnos, el hombre aquel. Pero ahora, a la distancia, comprendo su enojo y me solidarizo con él, pues nunca supo qué fue aquello que le pegó en la cara, y la felicidad de Luis por haberle atinado, seguramente la interpretó como burla.


Así es que en nombre de mi hermano Luis, quien ya no puede hacerlo, pido una disculpa al chofer que a finales de los años setenta persiguió a tres adolescentes, y espero, con el alma, que haya encontrado su camión sano y salvo y que se le haya pasado el enojo.

Silvia Ramírez de Aguilar P.

Wednesday, August 5, 2015

EL DIABLO

                                                                                                                           
 Se armó todo un escándalo aquel día en Parvulitos, en la calle de Pedro Moreno. Los niños y las monjas gritaron (la mayoría sin saber por qué), los vecinos salieron, la gente que pasaba por la calle corrió despavorida. El chisme corrió de boca en boca, que si Parvulitos se incendiaba, que si una monja se había muerto, que si había entrado un maleante.

Cuando llegaron los padres de familia, Vicentito Rosas no dejaba de llorar, lo que le impedía explicar a su abuela qué era lo que le había sucedido y porqué tenía la carita toda arañada. Al pobre Vicentito le faltaba el aire y la Hermana Clotilde no hablaba, pues se lo había prohibido la Madre Superiora.
El único otro testigo de lo sucedido era Rogelio, un niño de la edad de Vicentito, quien miraba a su compañerito luchar contra las lágrimas, el hipo y los mocos; y a la Hermana Clotilde mirar hacia otro lado, como si no fuera asunto suyo. Así es que, finalmente, el niño decidió explicar a los presentes qué era lo que había pasado, orgulloso de ser el único que sabía la verdad.

- Vicente se portó mal y lo castigó el Diablo –dijo, con una vocecita que apenas se escuchó.

La abuela de Vicente miró a Rogelio. Los ojos azules del niño también la miraban, pues el niño esperaba que la mujer diera alguna muestra de entendimiento, como poner cara de asombro, lo que indicaría que ya no tenía dudas sobre lo que le había pasado a su nieto, pero en lugar de eso, la abuela hizo una mueca de disgusto y exclamó:

- ¿Qué?

Rogelio suspiró, comprendiendo que debía haber hablado más fuerte para que la señora escuchara. Seguramente era medio sorda.

- Que Vicente se portó mal y lo castigó el Diablo –repitió el niño, esta vez gritando.

Ahora sí se escuchó hasta la calle, donde estaban reunidos un montón de chismosos, tratando de ver a través de las ventanas que daban a la calle. Todos los adultos presentes miraron a Rogelio y después se preguntaron entre ellos si acaso habían escuchado bien lo que había dicho el niño.

La Madre Superiora, quitando importancia al asunto, explicó que, al parecer, un pajarito (juntando el índice y el pulgar, dando a entender que había sido un pájaro diminuto), había entrado por la ventana y, buscando por donde salir, había arañado la carita del niño, sin ninguna mala intención. Agregó que era mejor que la abuela se llevara a su nieto y le limpiara los arañazos.

- No fue un pajarito –exclamó Rogelio, tratando de aclarar la situación, pues por lo visto la Madre Superiora no sabía bien lo que había pasado-. Yo sí vi. Era el Diablo.

Pero ya nadie hizo caso a lo que Rogelio decía y Vicentito y su abuela se marcharon junto con otros padres de familia que aprovechaban para llevarse a sus niños de una vez.

Fue entonces que la Madre Superiora llamó aparte a Rogelio y le pidió que no volviera a decir que había sido el Diablo, que recordara que había sido un pajarito.

Pero si alguien tenía buena memoria en Lagos de Moreno, a pesar de su corta edad, ese era Rogelio. Jamás olvidaba nada. Cerró los ojos y volvió a ver la escena:

Todo empezó porque Vicente no quiso recoger los lápices de colores que tiró al piso. Eso hizo enojar a la Hermana Clotilde. Se puso roja, como siempre que se enoja, y dijo: “El Diablo te va a castigar y te va a llevar por portarte mal”. En ese momento entró el Diablo por la ventana. Era como el murciélago que había visto en un libro, pero muy grande, negro y olía muy mal. El Diablo voló hasta donde estaba Vicente, le arañó la cara y salió por la misma ventana. Fue cuando gritaron Vicente, la Hermana y él. Y después gritaron todos los demás, los que no habían visto nada.

- ¡No! ¡No! –insistió la Madre Superiora, dando reglazos sobre la mesa- Fue un pajarito, me lo dijo la Hermana Clotilde.

Los reglazos y la voz de la Madre Superiora asustaron a Rogelio, quien ya no insistió, pero dentro de él sabía que la Madre no había visto nada, que no había sido un pajarito, y no le gustó que la Hermana dijera mentiras.

Rogelio no volvió a ver en Parvulitos ni a Vicentito, ni a la Hermana Clotilde y después de unos días dio por hecho que se habían portado mal y se los había llevado el Diablo. Por eso no había que decir mentiras.

Pasaron más de cincuenta años y una mañana que estaba en la calle, Rogelio vio pasar junto a él a un hombre con la cara arañada. Iba corriendo y parecía tener prisa por entrar a la Parroquia de la Asunción. Se quedó perplejo, pues por décadas no había vuelto a pensar en lo que había sucedido hacía ya tanto tiempo en aquella su primera escuela. Toda la escena del “Diablo” vino a su mente.

Con el tiempo, había llegado a la conclusión de que ese diablo había sido algún tipo de cuervo asustado y hasta había sentido pena por la Hermana, pues en qué mal momento había amenazado al niño. Seguramente por eso había recibido un fuerte castigo por parte de la furiosa y mentirosa Madre Superiora.

Sin pensarlo, Rogelio corrió hacia la Parroquia y subió de dos en dos los escalones de la entrada. Necesitaba volver a ver a ese hombre, comprobar que lo que se le acababa de ocurrir no podía ser cierto.

Los ojos de Rogelio recorrieron el interior de la Parroquia, buscando al hombre aquel. Lo vio hincado,  a un lado de San Hermión. Rogelio se persignó y caminó por el pasillo central. Tenía que acercarse y verlo de frente, por lo que caminó sigiloso y se sentó en una banca del otro lado de la iglesia, una fila más atrás, lugar desde el que podía observar al hombre sin ser visto.

- Dios te salve María, llena eres de gracia…

La voz del hombre llegaba hasta oídos de Rogelio. Se veía que estaba en una situación en la que tenía mucha necesidad de ayuda divina y Rogelio, aun sin estar seguro de que se tratara de quien él pensaba, sintió tal compasión que rezó también por él. En ese momento, con los dos rezando al unísono, algo sucedió: el hombre se giró y los dos se miraron. El gran archivo de imágenes del cerebro de Rogelio comparó al hombre que estaba viendo, con el niño de sus recuerdos.

- Vicentito –susurró, maravillado, reconociendo en ese instante a su antiguo compañerito.

Vicente se levantó atemorizado, con la intención de huir, pero algo que vio en Rogelio lo hizo detenerse.

- Yo sé quién eres –dijo-. Tú estabas ese día. Tú viste.

- Sí, yo estaba.

- ¿Verdad que lo viste? Nadie me cree –su angustia era palpable.

Rogelio sugirió salir de la Parroquia y lo condujo hacia un lugar llamado Rapid Lunch. Era temprano y podían desayunar.

Era difícil empezar la conversación sin antes saber qué le había pasado a Vicente en la cara. Definitivamente no eran los rasguños de hacía años, estos eran frescos, así es que Rogelio señaló con el dedo su propia cara para invitarlo a hablar.

- Fue el Diablo –explicó Vicente, con los ojos llenos de lágrimas.

Cualquiera que no supiera la historia de Vicente hubiera reído ante semejante afirmación.

- Tú estabas ahí cuando me pasó la primera vez. Desde entonces, me ha pasado muchas veces. Mira las cicatrices. Tengo miedo todo el tiempo. Por favor, dime qué viste ese día.

Rogelio pensó que el pobre hombre estaba fuera de sus cabales, seguramente se arañaba a sí mismo. Tal vez podría ayudarlo haciéndole ver que había sido casualidad la amenaza de la Hermana y la entrada del cuervo.

- No era un cuervo –dijo Vicente-. Olía muy mal. Era el Diablo.

Tenía razón. Rogelio recordó el olor a putrefacción que desprendía el animal aquel. Pero, de ahí a que fuera el Diablo…

- El Diablo me quiere llevar con él porque soy un pecador.

Rogelio ya no tuvo ninguna duda. Qué tristeza que el pobre Vicentito nunca se hubiera recuperado de ese incidente. Decidió no contradecirlo más, y lo convenció de comerse un plato de fruta con yogurt, granola y miel. Vicente devoró la fruta y aceptó comer también unas enchiladas.

- Hace mucho que no comía tan bien –confesó, sonriendo.

- No hay como comer bien para sentirse mejor –le dijo Rogelio.

- Decía mi abuela que barriga llena corazón contento -afirmó Vicente.

 - Pero la gula es pecado –agregó, mirando para todos lados.

Rogelio sonrió con tristeza.

Al final del desayuno, los antiguos compañeros se despidieron. Vicente dijo que tenía que irse, que lo mejor era que estuviera en su casa. Sin embargo, estaba muy agradecido, pues ahora sabía que no estaba loco, que el Diablo sí era el que lo atacaba, que lo que había pasado en Parvulitos era de verdad.

Rogelio sintió mucha pena por ese hombre, por el antiguo Vicentito. Le estrechó la mano con un apretón muy fuerte y lo miró caminar hacia José Rosas Moreno, rumbo al Teatro. Apenas iba a llegar a la esquina, cuando el cielo se nubló, una sombra bajó hasta Vicente y, aunque él quiso correr y escapar, “eso” lo tomó con sus garras.

Vicente gritó, luchó por zafarse del agarre, rezó, pidió ayuda a Rogelio y a la Virgen, pero de nada sirvió. Rogelio se quedó paralizado. Pudo percibir el nauseabundo olor que despedía ese animal. Volteó para todos lados buscando el apoyo de alguien, pero no había nadie. El único que lo volteó a ver fue ese “diablo” que parecía un dragón. Era horrible, tenía un hocico como de perro rabioso. 

Tuvo miedo, mucho más miedo que la primera vez, sobre todo cuando el Diablo le cerró un ojo con complicidad.

Paralizado, pudo ver cómo el Diablo se elevaba por los aires, agitando las alas gigantes, llevando entre sus garras al pobre Vicente, quien pataleaba y gritaba:

- ¡Rogelio! ¡Rogelio! Pequé de gula, pequé de gula…

Rogelio ya no estaba en edad de gritar, ni había una monja junto a él para hacerle coro. Se quedó mirando las piernas de Vicente patalear, hasta que se perdieron tras una de las torres de la Parroquia. Entonces fue que decidió irse a su casa. Porque ¿qué hace uno cuando ve que a un hombre se lo lleva el Diablo?



Tuesday, July 28, 2015

LOS ABRIGOS DE MI MAMÁ


En nuestra época en la universidad, mi amiga Pereiruin y yo teníamos muchos amigos y siempre buscábamos la forma de organizar reuniones con ellos los fines de semana. A estas reuniones invitábamos amistades de las diferentes escuelas en las que habíamos coincidido ella y yo. Así, nuestros invitados eran de grupos totalmente diferentes, lo que hacía que la fiesta fuera más divertida e interesante.

Eran unas reuniones de lo más animadas, que coincidían con los fines de semana en los que mi mamá se iba de viaje.

¡Qué casualidad!

La ventaja era que no había adultos avisando continuamente sobre lo tarde que era (costumbre muy arraigada en mi mamá). Por eso, la mayor parte de las veces, no nos percatábamos de la hora, pues Pereiruin, en esas ocasiones especiales, se quedaba a dormir en mi casa.

En una de esas reuniones, ya de madrugada, hacía muchísimo frío.

Ya no sabíamos qué más ponernos para entrar en calor, hasta que recordé que en el closet de abajo estaban los abrigos de pieles de mi mamá.

Dudé si sería buena idea. ¿Qué pasaría si mi mamá se enteraba que habíamos tocado sus valiosísimos abrigos? Aunque en realidad yo sabía perfecto lo que pasaría: se enfurecería y sus grandes ojos verdes echarían chispas.

 ¿Cómo me había atrevido a tocar sus finísimos abrigos, el de astracán, traído de Rusia?

¡Qué descaro!

Pero ella nunca los usaba y lo más seguro era que ni se enterara, y hacía tanto frío que, sin más, abrí el closet. Le di uno de los abrigos a Pereiruin y yo me puse otro. ¡Qué suavidad! ¡Qué calientito!

Recuerdo a Pereiruin sentada en uno de los sillones, sonriente pues ya no tenía frío, acariciando con sumo placer el abrigo que le había tocado. Su mano recorría la manga de arriba para abajo y de abajo para arriba, disfrutando la sensación, como si se tratara de un conejito. Participaba de la conversación que sosteníamos con algunos de los amigos todavía presentes, aunque yo notaba que estaba más interesada en explorar la manga del abrigo que en lo que decíamos.

En un momento dado, la mano de Pereiruin fue más abajo, al borde de la manga y, aún sonriente, su mirada fue también hacia ahí, al lugar que sus dedos exploraban con curiosidad y deleite.

De pronto, la cara de Pereiruin se transformó en una mueca de terror y repugnancia, la vimos saltar del sillón intentando, a como diera lugar, quitarse el abrigo que tanto le había gustado momentos antes.
- ¿Qué? ¿Qué pasa? – preguntábamos todos una y otra vez.

A Pereiruin no le interesaba decirnos qué pasaba. Lo único que quería era alejarse del abrigo lo antes posible y, una vez que estuvo como a tres metros de distancia, procedió a limpiarse las manos, frotándolas contra su pantalón de mezclilla. Cuando consideró que estaban lo suficientemente limpias, se pasó las manos por los brazos y el cuello como si se tratara de un médico brujo practicando una limpia en sí misma.

Hizo eso varias veces ante nuestra mirada atónita y entonces recordó que no estaba sola, que había hecho un símil de la danza de la lluvia frente a sus boquiabiertos amigos y comprendió que nos debía una explicación.

- No tiene deditos, son capullos –explicó brevemente, con cara de asco, señalando con dedo nervioso el abrigo abandonado.

- ¿Qué? –preguntamos al unísono.

- El abrigo de tu mamá tiene capullos –me reclamó indignada.

Yo no alcanzaba a comprender de qué me estaba hablando.

- Ahí, en la manga –señalaba a una distancia prudente.

Tomé el abrigo y, efectivamente, de la orilla de la manga colgaban, cual adornos, una serie de capullos peluditos que combinaban a la perfección con el abrigo, y que Pereiruin había confundido con los deditos de un zorro o de algún otro animal.

¡Qué asco!

Aventé la manga y la repulsión que me invadió me ayudó a quitarme el mío a una velocidad impresionante.

Los abrigos se quedaron ahí tirados por el resto de la noche, pues nadie se atrevió a tocarlos.

A la mañana siguiente, con ayuda de una ramita, quité los capullos que encontré y volví a colgar los abrigos en su lugar.

Así fue como en el futuro, aunque hiciera mucho frío, nunca más volvimos a ponernos los abrigos de mi mamá por miedo a encontrar algún capullo o cualquier otro bicho. En lugar de eso, usábamos unas colchas rosas que mi mamá tejió a gancho y que eran muy calientitas.

Pero siempre me quedó la duda y hasta la fecha me pregunto ¿cómo fue que llegaron unas orugas a ese closet (que no estaba junto a ninguna ventana o puerta, ni tampoco se abría con frecuencia), escalaron los abrigos, localizaron la orilla de las mangas y procedieron a construir varios multifamiliares? Aunque supongo que la culpable pudo ser alguna palomilla que, depositó sus huevecillos en algún lugar cercano o probablemente dentro del closet. Pero si así fue ¿qué comieron las orugas que salieron de esos huevecillos? Considerando la voracidad que suele caracterizar a las orugas, me pregunto si habría en ese closet un hábitat del cual formaban parte activa los abrigos de mi mamá.

Y si la respuesta es afirmativa, me alegro que mi mamá los vendiera a algún ingenuo hace ya algunos años.



Friday, April 3, 2015

ESCLAVO POR UN DÍA



- ¡Porfa, no le digas a mamá!

Así era como empezaba todo. Así era como caíamos, mis hermanos y yo, en las garras del hermano que sabía la terrible cosa que habíamos hecho, ya sea a propósito o por accidente.

Y es que, cuando eres niño e incluso adolescente,  lo último que quieres es que tus papás descubran alguna de tus travesuras o desobediencias. No quieres ser castigado, no quieres ser regañado y, lo peor de todo, no quieres, por ningún motivo, que se decepcionen.

En mi caso, me daba terror ver enojada a mi mamá, ver que el verde de sus ojos se hacía más intenso y saber que desde ese enojo iba a decidir qué castigo me merecía. Eran momentos muy incómodos, en los que deseaba no haber hecho aquello que había hecho.

Pero peor que el enojo, era ver cómo digería la información, se daba cuenta de que había hecho algo imperdonable, entendía que lo que pensaba de mí estaba equivocado, que me había puesto en un lugar que no era el que me merecía y casi podía ver cómo me derrumbaba al fondo del abismo, al tiempo que movía ligeramente la cabeza de un lado al otro, como diciendo "no es posible", como negando la infame verdad que se presentaba ante sus ojos. Me sentía diminuta, indigna, con unas ganas enormes de poder regresar en el tiempo, como en "El Túnel del Tiempo" y arreglar eso que la había hecho sentirse decepcionada.

Es por esto que, cuando veía la más mínima posibilidad de escapar del enojo o de la decepción, hacía lo que fuera. Así es como terminaba en manos de alguno de mis hermanos. Tampoco era un camino fácil, pues el hermano que sabía lo que había hecho, aprovechaba la oportunidad como si se la debiera, y me hacía pagar muy, muy caro el guardar el secreto de mi grave falta.

- Porfa, porfa no le digas a mamá –suplicaba yo.

- ¿Qué me das? - preguntaba, sabedor de que le daría lo que fuera con tal de que mamá no supiera que había roto un adorno de la sala por estar jugando.
- ¿Qué quieres?  

El tiempo que tardaba en contestar a mi pregunta era eterno. El hermano, poseedor de mi secreto, recorría con la mente todas mis posesiones. Descartaba la mayoría, se detenía unos segundos evaluando una que otra y yo esperaba que terminara el típico sonido de pensar, un “mmm” continuo, que subía y bajaba de volumen conforme las ideas pasaban por su mente.

De repente, el “mmm” se detenía, era la señal de que había tomado una decisión.

- ¡Ya sé! -decía, triunfante, con una sonrisa maligna- Vas a ser mi esclava por un día.

Justo lo que yo no quería, ser esclava era terrible. Prefería darle mis colores nuevos, mi domingo o, incluso, mi boligoma. Pero no me quedaba más remedio que aceptar si no quería ver a mi mamá decepcionarse de mí.

Ser esclava no era fácil, tenía que estar al pendiente del más mínimo deseo de mi tirano hermano, mi amo y señor a partir de ese momento.

- Tráeme un vaso de agua.

- Quítame los zapatos.

- Recoge mis juguetes.

- Corre alrededor del garaje mmm tres veces. No, mejor cinco.

Y mis otros hermanos, los que no sabían mi secreto, me veían como si de repente me hubiera vuelto loca, corriendo sudorosa alrededor de los coches.

Todo lo hacía obediente, hasta que…

- Bésame los pies.

- ¡¿Qué?! ¡Guácala!

Prefería que mi mamá lo supiera todo. ¿Besarle los pies? ¡Fuchi!

Y en ese momento me daba cuenta de que el adorno de la sala no era tan importante.

- Mejor acúsame.

- No, no. Mejor nada más ve por unas galletas –decía mi hermano, viendo que la esclava se le empezaba a sublevar.

Aquí era donde yo tomaba el control de la situación.

- Ya no quiero ser tu esclava, ya me cansé.

Y me iba a jugar a otro lado.

Era maravilloso tomar el control.

Veía cómo se quedaba muy triste por haber perdido a su esclava. Pero no me acusaba, pues su interés no era acusarme, al menos no era el interés de la mayoría de mis hermanos.

Con el tiempo aprendí a tener el valor para decir “yo lo rompí” desde el principio. No hay nada más liberador que dar la cara para que otros no te esclavicen y te puedas ir a jugar a otro lado con la conciencia tranquila.

Sin embargo, debo reconocer que me encantaba tener un esclavo, poder mandar a uno de mis hermanos de aquí para allá a hacer cosas inútiles durante todo el día. Bueno… no todo el día, pues el poder es embriagador y siempre había un momento en el que terminaba excediéndome con mi esclavo, quien me mandaba a volar y se iba a jugar a otro lado.

¿Y si todos mandáramos a volar a nuestro actual amo y señor y nos fuéramos a jugar a otro lado? ¡Qué liberador sería!


SILVIA RAMÍREZ DE AGUILAR P.