- ¡Porfa, no
le digas a mamá!
Así era como
empezaba todo. Así era como caíamos, mis hermanos y yo, en las garras del
hermano que sabía la terrible cosa que habíamos hecho, ya sea a propósito o por
accidente.
Y es que,
cuando eres niño e incluso adolescente, lo último que quieres es que tus papás
descubran alguna de tus travesuras o desobediencias. No quieres ser castigado,
no quieres ser regañado y, lo peor de todo, no quieres, por ningún motivo, que
se decepcionen.
En mi caso,
me daba terror ver enojada a mi mamá, ver que el verde de sus ojos se hacía más
intenso y saber que desde ese enojo iba a decidir qué castigo me merecía. Eran
momentos muy incómodos, en los que deseaba no haber hecho aquello que había
hecho.
Pero peor
que el enojo, era ver cómo digería la información, se daba cuenta de que había
hecho algo imperdonable, entendía que lo que pensaba de mí estaba equivocado,
que me había puesto en un lugar que no era el que me merecía y casi podía ver
cómo me derrumbaba al fondo del abismo, al tiempo que movía ligeramente la
cabeza de un lado al otro, como diciendo "no es posible", como
negando la infame verdad que se presentaba ante sus ojos. Me sentía diminuta,
indigna, con unas ganas enormes de poder regresar en el tiempo, como en
"El Túnel del Tiempo" y arreglar eso que la había hecho sentirse decepcionada.
Es por esto
que, cuando veía la más mínima posibilidad de escapar del enojo o de la
decepción, hacía lo que fuera. Así es como terminaba en manos de alguno
de mis hermanos. Tampoco era un camino fácil, pues el hermano que sabía lo que
había hecho, aprovechaba la oportunidad como si se la debiera, y me hacía pagar
muy, muy caro el guardar el secreto de mi grave falta.
- Porfa,
porfa no le digas a mamá –suplicaba yo.
- ¿Qué me
das? - preguntaba, sabedor de que le daría lo que fuera con tal de que mamá no
supiera que había roto un adorno de la sala por estar jugando.
- ¿Qué
quieres?
El tiempo
que tardaba en contestar a mi pregunta era eterno. El hermano, poseedor de mi
secreto, recorría con la mente todas mis posesiones. Descartaba la mayoría, se
detenía unos segundos evaluando una que otra y yo esperaba que terminara el
típico sonido de pensar, un “mmm” continuo, que subía y bajaba de volumen
conforme las ideas pasaban por su mente.
De repente,
el “mmm” se detenía, era la señal de que había tomado una decisión.
- ¡Ya sé!
-decía, triunfante, con una sonrisa maligna- Vas a ser mi esclava por un día.
Justo lo que
yo no quería, ser esclava era terrible. Prefería darle mis colores nuevos, mi
domingo o, incluso, mi boligoma. Pero no me quedaba más remedio que aceptar si
no quería ver a mi mamá decepcionarse de mí.
Ser esclava
no era fácil, tenía que estar al pendiente del más mínimo deseo de mi tirano
hermano, mi amo y señor a partir de ese momento.
- Tráeme un
vaso de agua.
- Quítame
los zapatos.
- Recoge mis
juguetes.
- Corre
alrededor del garaje mmm tres veces. No, mejor cinco.
Y mis otros
hermanos, los que no sabían mi secreto, me veían como si de repente me hubiera
vuelto loca, corriendo sudorosa alrededor de los coches.
Todo lo
hacía obediente, hasta que…
- Bésame los
pies.
- ¡¿Qué?!
¡Guácala!
Prefería que
mi mamá lo supiera todo. ¿Besarle los pies? ¡Fuchi!
Y en ese
momento me daba cuenta de que el adorno de la sala no era tan importante.
- Mejor
acúsame.
- No, no.
Mejor nada más ve por unas galletas –decía mi hermano, viendo que la esclava se
le empezaba a sublevar.
Aquí era
donde yo tomaba el control de la situación.
- Ya no
quiero ser tu esclava, ya me cansé.
Y me iba a
jugar a otro lado.
Era
maravilloso tomar el control.
Veía cómo se
quedaba muy triste por haber perdido a su esclava. Pero no me acusaba, pues su
interés no era acusarme, al menos no era el interés de la mayoría de mis
hermanos.
Con el
tiempo aprendí a tener el valor para decir “yo lo rompí” desde el principio. No
hay nada más liberador que dar la cara para que otros no te esclavicen y te
puedas ir a jugar a otro lado con la conciencia tranquila.
Sin embargo,
debo reconocer que me encantaba tener un esclavo, poder mandar a uno
de mis hermanos de aquí para allá a hacer cosas inútiles durante todo el día.
Bueno… no todo el día, pues el poder es embriagador y siempre había un momento
en el que terminaba excediéndome con mi esclavo, quien me mandaba a volar y se
iba a jugar a otro lado.
¿Y si todos mandáramos a volar a nuestro actual amo y señor y nos fuéramos a jugar a otro lado? ¡Qué liberador sería!
SILVIA
RAMÍREZ DE AGUILAR P.
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