Hace poco, volvimos mi hermano Jorge y yo a una clínica en la que atendía un pediatra al que íbamos siendo niños. Tiene cierta magia volver a pisar un lugar que ya tenías olvidado. Volver a los lugares en los que estuviste en tu niñez, te transporta al pasado de una velocidad instantánea.
Recordé de
inmediato una ocasión en la que mi mamá nos llevó a vacunar. No recuerdo con
precisión la enfermedad en cuestión. Me parece que era una de esas en la que
aparecen erupciones en la piel.
Yo ya no era
tan pequeña y había decidido ser valiente y no llorar, aunque me doliera. No
era una promesa a mi mamá, ni al doctor. Era algo que yo había decidido para mí
misma.
Por supuesto me dolió, pero disimulé el dolor y hasta logré la felicitación del doctor
por mi valentía. Mi hermano Luis se resistió un poco, pero finalmente cedió y
fue vacunado.
Pero Jorge,
que de él trata esta historia, no estaba dispuesto a permitir que la aguja
perforara su piel. Recuerdo que el doctor, la enfermera y mi mamá intentaron
convencerlo, no sé si hasta quisieron chantajearlo. En vista de que no lo
lograban, hasta yo le dije que no dolía tanto, lo cual era una mentira enorme,
pues el brazo aún me dolía.
Y es que el
problema no era el dolor que pudiera sentir, es que él aseguraba que esa
enfermedad ya le había dado.
Mi mamá no
recordaba (a fin de cuentas tenía muchos hijos), y, por lo visto, el expediente
del doctor no decía tal cosa, si es que lo revisaron.
Al ver que
no podrían convencer a Jorge por las buenas, empezó el forcejeo: ya habían
perdido mucho tiempo con las negociaciones.
Creyeron que
sería fácil, que al tomarlo por ambos brazos cedería. Pero no.
─¡A mí ya me dio! ¡A mí ya me dio!
─decía Jorge, cada vez a un volumen más alto.
En un descuido de los adultos, Jorge logró
liberarse y salió corriendo del consultorio del pediatra, atravesó corriendo la
clínica, gritando a viva voz que a él ya le había dado, ante los ojos de los
atónitos pacientes de los otros médicos, y salió triunfante a donde ahora hay
un jardín, pero que en ese entonces había lugares para estacionarse, hasta
frenar junto al coche de mi mamá.
Ni la enfermera ni el doctor
estuvieron ya dispuestos a luchar y a forcejear más con ese niño y, finalmente,
todos subimos al coche.
El camino de regreso fue amenizado con
los regaños por parte de mi mamá y la insistencia de Jorge de que a él ya le
había dado.
Me imagino lo que cada uno iría
pensando en el camino de regreso:
Mi mamá enojadísima por la vergüenza
que había tenido que pasar.
Jorge feliz a pesar del regaño y
seguro de haber hecho lo correcto.
Yo orgullosa de haber podido aguantar
el dolor.
Luis, tal vez divertido por la escena
al ver correr a Jorge a toda velocidad.
La conclusión de esta historia es que
Jorge tenía razón, su álbum de bebé tenía la evidencia escrita con la letra de
mi mamá: a él ya le había dado.
Entonces Luis y yo dudamos ¿y si
tontamente nos habíamos dejado vacunar contra algo que ya nos había dado?
Hoy que lo recuerdo, me parece que fue
una escena de lo más divertida, como de caricatura: un niño corriendo
despavorido y detrás de él, el doctor, la enfermera y los hermanos, ansiosos
por ver el desenlace ¿Quién ganaría?
Un lustro después miré a mi hermano y no
pude evitar preguntarme si esta vez también correría despavorido, lejos de una
jeringa en caso de requerir ser inyectado.
Silvia Ramírez de Aguilar P.