En mi
adolescencia, no recuerdo cómo ni porqué,
llegó a mis manos una guitarra. Lo que sí recuerdo es que me pareció
maravilloso tener un instrumento con el que tocaría la mejor música. Y con esto
de “la mejor música” no quería decir que tocaría con la Orquesta Sinfónica,
sino que las letras de mis canciones serían todo un éxito.
En mi salón,
en la escuela, mis amigas, Irene, Liz y Diana tocaban muy bien la guitarra y hasta
creaban sus propias canciones y yo, por supuesto, no quería quedarme atrás. Me
parecía maravilloso poder inventar letras sobre diversos temas para que mis
admiradores las repitieran. Podría escribir una canción que hablara sobre las
horribles matemáticas y su inutilidad en mi mundo, otra sobre mi adoración por
los libros, y así seguiría con cada tema que de una u otra manera tuviera
importancia para mí, como mi gato siamés o mi colección de estampillas.
Sabía que no
sería yo quien cantaría mis originales canciones, pues estaba consciente, desde
entonces, de lo mal que cantaba, ya que así me lo había hecho saber el profesor
de la escuela que no me aceptó en el coro. Aclaro que mi intento por pertenecer
al coro no se debía a mi gusto por el canto, sino a mi interés por perder
clases de manera justificada, por lo que enterarme de que cantaba mal no
terminó con ningún sueño que tuviera en ese entonces. Así es que cuando me
imaginaba a mí misma tocando la guitarra, sólo tocaba, no cantaba. Me veía de
unos veinte años, con el pelo largo, alborotado y con algunos pastos secos por
aquí y por allá, estaba recargada en un árbol, con el estuche de mi guitarra
abierto frente a mí y la gente a lo lejos extasiada con mi música y cantando la
letra, que ya se sabían, lo cual resolvía elegantemente mi falta de entonación
hasta en mis sueños.
Solamente
había un “pero” en mi felicidad: mi guitarra no tenía estuche. Me encantaban
los estuches rígidos. De hecho, creo que los estuches de guitarra que se
cerraban con unos broches metálicos me gustaban muchísimo más que las
guitarras. Cada vez que veía uno, pensaba en la posibilidad de que hubiera
dentro una ametralladora en lugar de una guitarra, como había visto
innumerables veces en las caricaturas de mi niñez, aunque hubiera estado muy
extraño que una de mis amigas sacara una ametralladora a media escuela.
Los vecinos
de enfrente nos habían enseñado, a mis hermanos y a mí, a tocar una melodía, y yo había anotado las instrucciones en un
cuaderno. Al principio tenía que consultar las instrucciones constantemente, lo
que daba como resultado que tocara de una manera rígida. Era la melodía de Bat Masterson,
de quien lo único que yo sabía era que se había muerto, pues en algún momento,
la canción decía "Bat Masterson ya
se murió". De ahí en fuera no tenía idea sobre quién sería este personaje,
y apenas hoy que lo busqué en Google y que he vuelto a oír esas notas
musicales, me vengo a enterar de que era un pistolero del viejo oeste.
Con esa
peligrosa profesión, no me extraña nada que se haya muerto. En fin, que la música de este hombre de
profesión extrema fue mi introducción al uso de las cuerdas de la guitarra.
Y como no me
podía quedar tocando eternamente unas cuantas notas de una canción que hablaba
sobre un tipo que se moría, mi mamá preguntó entre sus amistades a ver si
alguien conocía a quien me pudiera enseñar a tocar guitarra.
No tardó en
aparecer una amiga, que creo que era comadre de mi mamá, que conocía a un
muchacho que daba clases y que necesitaba el trabajo pues su situación
económica no era buena.
Así fue como
una tarde llegó a mi casa el "profesor" de guitarra. Era un muchacho
que olía a sudor y que era un poco mayor que yo. No me cayó muy bien y no me
gustaba que me tocara los dedos para acomodarlos en la guitarra, pero decidí
tenerle un poco de paciencia debido a mi interés por aprender a tocar. Al fin
que cuando acabara la clase podía ir a lavarme las manos.
Empezó por
enseñarme los nombres de las partes de la guitarra, las notas y por ponerme
unos ejercicios, mismos que me dejaba de tarea. Recuerdo que, después de varias
clases, las yemas de los dedos empezaron a dolerme. Aquí es prudente que
analicemos que hay diferentes tipos de yemas en los dedos de la humanidad:
Hay yemas
que son muy planas y que casi no se notan.
Las mías no
son de esas.
Las mías son
como si fueran unas gotitas a punto de caer. Parece, como decía mi amigo Arturo,
como si al nacer me hubieran sacudido las manos para quitar el exceso de
materia prima y esas gotitas no hubieran tenido tiempo de desprenderse pues el
material se secó antes de tiempo, como cuando se endurece la cera muy rápido.
Así son mis dedos, como los de algunas ranas.
Tomando esto
en consideración, se entenderá que cuando digo que me dolían las yemas, me
refiero a un gran dolor. Le comenté al "profesor" lo que me sucedía,
y su respuesta hizo que mis sueños sobre la belleza de convertirme en
guitarrista ya no me parecieran tan glamorosos. Dijo que no me preocupara, que
después se me formarían callos.
- ¿Qué???
-exclamé, verdaderamente horrorizada.
¿Callos? ¿Callos
en mis suaves dedos? Yo no quería que mis manos parecieran los pies maltratados
de algún viejo al que le lastimaran sus horrendos zapatos.
Pero el
profesor siguió con su clase de lo más quitado de la pena, no entendiendo para
nada mi alarma. Yo ya no pude poner atención. La guitarra dejó de ser un
instrumento musical para convertirse en un instrumento de tortura.
Callos…
callos… callos… callos… la palabra me retumbaba una y otra vez.
El
“profesor” se fue esa tarde muy extrañado por mi falta de concentración.
Esa semana
no hice la tarea, necesitaba que mis dedos se recuperaran para que siguieran
siendo suaves. Intenté regalarle la guitarra a mi hermano Jorge para que él
siguiera con las clases, pero aunque no le comenté lo de los callos,
desgraciadamente mi hermano Jorge es muy listo, sospechó que algo había de malo con la
guitarra y no aceptó. Eso me obligaba a recibir al “profesor” la siguiente
clase y era algo que yo no quería.
Pero esta
vez el “profesor” no vino solo, sino con un amigo. Quién diría que el amigo me
daría la solución a mi problema.
Me pareció
inapropiado que trajera a su amigo a mi casa, pero también un excelente
pretexto para despedirlo. Pedí a alguien que le dijera que no iba a tomar la
clase y a mi mamá no me acuerdo qué fue lo que le dije, pero el “profesor” dejó
de darme clases.
Así fue como
terminaron las clases de guitarra, mis dedos no perdieron sus yemas de gota a
medio caer y la guitarra se quedó por mucho tiempo en mi vestidor. Hasta que un
día, en una de esas batallas campales que a veces hay entre hermanos, fue usada
como garrote sobre la cabeza de alguien y se rompió, por lo que fue a dar a la
basura.
¡Qué
lástima! Mis sueños de ser hippie en un parque tocando la guitarra se fueron a
la basura junto con la guitarra. Aunque de todas maneras no tenía estuche. Y,
además, canto horrible.
¡Ah sí! Y tampoco
me sé ninguna canción.
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
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