Saturday, April 19, 2014

LA GUITARRA



En mi adolescencia, no recuerdo cómo ni porqué,  llegó a mis manos una guitarra. Lo que sí recuerdo es que me pareció maravilloso tener un instrumento con el que tocaría la mejor música. Y con esto de “la mejor música” no quería decir que tocaría con la Orquesta Sinfónica, sino que las letras de mis canciones serían todo un éxito.

En mi salón, en la escuela, mis amigas, Irene, Liz y Diana tocaban muy bien la guitarra y hasta creaban sus propias canciones y yo, por supuesto, no quería quedarme atrás. Me parecía maravilloso poder inventar letras sobre diversos temas para que mis admiradores las repitieran. Podría escribir una canción que hablara sobre las horribles matemáticas y su inutilidad en mi mundo, otra sobre mi adoración por los libros, y así seguiría con cada tema que de una u otra manera tuviera importancia para mí, como mi gato siamés o mi colección de estampillas.

Sabía que no sería yo quien cantaría mis originales canciones, pues estaba consciente, desde entonces, de lo mal que cantaba, ya que así me lo había hecho saber el profesor de la escuela que no me aceptó en el coro. Aclaro que mi intento por pertenecer al coro no se debía a mi gusto por el canto, sino a mi interés por perder clases de manera justificada, por lo que enterarme de que cantaba mal no terminó con ningún sueño que tuviera en ese entonces. Así es que cuando me imaginaba a mí misma tocando la guitarra, sólo tocaba, no cantaba. Me veía de unos veinte años, con el pelo largo, alborotado y con algunos pastos secos por aquí y por allá, estaba recargada en un árbol, con el estuche de mi guitarra abierto frente a mí y la gente a lo lejos extasiada con mi música y cantando la letra, que ya se sabían, lo cual resolvía elegantemente mi falta de entonación hasta en mis sueños.

Solamente había un “pero” en mi felicidad: mi guitarra no tenía estuche. Me encantaban los estuches rígidos. De hecho, creo que los estuches de guitarra que se cerraban con unos broches metálicos me gustaban muchísimo más que las guitarras. Cada vez que veía uno, pensaba en la posibilidad de que hubiera dentro una ametralladora en lugar de una guitarra, como había visto innumerables veces en las caricaturas de mi niñez, aunque hubiera estado muy extraño que una de mis amigas sacara una ametralladora a media escuela.

Los vecinos de enfrente nos habían enseñado, a mis hermanos y a mí,  a tocar una melodía, y yo  había anotado las instrucciones en un cuaderno. Al principio tenía que consultar las instrucciones constantemente, lo que daba como resultado que tocara de una manera rígida. Era la melodía de Bat Masterson, de quien lo único que yo sabía era que se había muerto, pues en algún momento, la canción  decía "Bat Masterson ya se murió". De ahí en fuera no tenía idea sobre quién sería este personaje, y apenas hoy que lo busqué en Google y que he vuelto a oír esas notas musicales, me vengo a enterar de que era un pistolero del viejo oeste.

Con esa peligrosa profesión, no me extraña nada que se haya muerto.  En fin, que la música de este hombre de profesión extrema fue mi introducción al uso de las cuerdas de la guitarra.

Y como no me podía quedar tocando eternamente unas cuantas notas de una canción que hablaba sobre un tipo que se moría, mi mamá preguntó entre sus amistades a ver si alguien conocía a quien me pudiera enseñar a tocar guitarra.

No tardó en aparecer una amiga, que creo que era comadre de mi mamá, que conocía a un muchacho que daba clases y que necesitaba el trabajo pues su situación económica no era buena.

Así fue como una tarde llegó a mi casa el "profesor" de guitarra. Era un muchacho que olía a sudor y que era un poco mayor que yo. No me cayó muy bien y no me gustaba que me tocara los dedos para acomodarlos en la guitarra, pero decidí tenerle un poco de paciencia debido a mi interés por aprender a tocar. Al fin que cuando acabara la clase podía ir a lavarme las manos.

Empezó por enseñarme los nombres de las partes de la guitarra, las notas y por ponerme unos ejercicios, mismos que me dejaba de tarea. Recuerdo que, después de varias clases, las yemas de los dedos empezaron a dolerme. Aquí es prudente que analicemos que hay diferentes tipos de yemas en los dedos de la humanidad: 

Hay yemas que son muy planas y que casi no se notan.

Las mías no son de esas.

Las mías son como si fueran unas gotitas a punto de caer. Parece, como decía mi amigo Arturo, como si al nacer me hubieran sacudido las manos para quitar el exceso de materia prima y esas gotitas no hubieran tenido tiempo de desprenderse pues el material se secó antes de tiempo, como cuando se endurece la cera muy rápido. Así son mis dedos, como los de algunas ranas.

Tomando esto en consideración, se entenderá que cuando digo que me dolían las yemas, me refiero a un gran dolor. Le comenté al "profesor" lo que me sucedía, y su respuesta hizo que mis sueños sobre la belleza de convertirme en guitarrista ya no me parecieran tan glamorosos. Dijo que no me preocupara, que después se me formarían callos.

- ¿Qué??? -exclamé, verdaderamente horrorizada.

¿Callos? ¿Callos en mis suaves dedos? Yo no quería que mis manos parecieran los pies maltratados de algún viejo al que le lastimaran sus horrendos zapatos.

Pero el profesor siguió con su clase de lo más quitado de la pena, no entendiendo para nada mi alarma. Yo ya no pude poner atención. La guitarra dejó de ser un instrumento musical para convertirse en un instrumento de tortura.

Callos… callos… callos… callos… la palabra me retumbaba una y otra vez.

El “profesor” se fue esa tarde muy extrañado por mi falta de concentración.

Esa semana no hice la tarea, necesitaba que mis dedos se recuperaran para que siguieran siendo suaves. Intenté regalarle la guitarra a mi hermano Jorge para que él siguiera con las clases, pero aunque no le comenté lo de los callos, desgraciadamente mi hermano Jorge es muy listo, sospechó que algo había de malo con la guitarra y no aceptó. Eso me obligaba a recibir al “profesor” la siguiente clase y era algo que yo no quería.

Pero esta vez el “profesor” no vino solo, sino con un amigo. Quién diría que el amigo me daría la solución a mi problema.

Me pareció inapropiado que trajera a su amigo a mi casa, pero también un excelente pretexto para despedirlo. Pedí a alguien que le dijera que no iba a tomar la clase y a mi mamá no me acuerdo qué fue lo que le dije, pero el “profesor” dejó de darme clases.

Así fue como terminaron las clases de guitarra, mis dedos no perdieron sus yemas de gota a medio caer y la guitarra se quedó por mucho tiempo en mi vestidor. Hasta que un día, en una de esas batallas campales que a veces hay entre hermanos, fue usada como garrote sobre la cabeza de alguien y se rompió, por lo que fue a dar a la basura.

¡Qué lástima! Mis sueños de ser hippie en un parque tocando la guitarra se fueron a la basura junto con la guitarra. Aunque de todas maneras no tenía estuche. Y, además, canto horrible.

¡Ah sí! Y tampoco me sé ninguna canción.


SILVIA RAMIREZ DE AGUILAR P.

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