Mi trabajo
era totalmente ajeno al de ella, pero mi pobre hermano tuvo que explicarle una
y otra vez cómo realizar ciertos trabajos. De ahí, Luis llegó a la conclusión de
que Tere era tonta. Y de ahí llegué yo a la conclusión de que Tere no era
tonta, sino que se hacía la tonta.
Tonta o no,
era simpática y esa fue una de las razones por las cuales aceptamos la
invitación que nos hizo a su fiesta de cumpleaños. Otra razón fue que insistió
tanto, que no nos pudimos negar. Y existía una tercera razón, y esta era la más
poderosa: que nos habíamos quedado muy intrigados respecto al lugar donde vivía
Tere, desde una tarde en que la fuimos a recoger a su casa y habíamos visto a
un par de individuos sumamente extraños justamente afuera de la casa de Tere.
Se trataba de una mujer jorobada de avanzada edad, recargada en un sujeto muy
parecido a los aborígenes australianos. En esa ocasión, el sonido del motor del
coche llamó la atención del sujeto y, al voltear a mirarnos, pudimos ver que
tenía unos colmillos descomunales, que combinaban a la perfección con su
cabellera, que aparte de escasa era canosa y, además de china, estaba
despeinada. Cuando nos fijamos bien, ya no estuvimos tan seguros de que fuera
la mujer la que se recargaba en el sujeto. De hecho, daban la impresión de estar
recargados el uno en la otra, como repartiéndose su fealdad.
La noche del
cumpleaños, no sabíamos lo que nos depararía el destino. Queríamos ver el
ambiente de Tere, no muy seguros de lo que encontraríamos tras las paredes de
esa casa.
Al bajarnos
del coche de mi amigo Carlos (con quien siempre estaba en aquella época),
tuvimos que tocar la reja con una moneda, pues nunca encontramos el timbre. Como
el sonido era fuerte, esperábamos que se escuchara adentro. Pero eso no
sucedió, así es que supusimos que la música no los dejaba oír y por eso nadie salía a abrir.
La segunda
vez, en vista del éxito anterior, tocamos aún más fuerte. Desde una ventana del
piso superior se asomó un niño sumamente obeso. Podíamos ver que su mirada iba
dirigida a nosotros, pero por más señas que le hicimos, ni se inmutó, así es
que supusimos que no nos veía.
Tocamos una
tercera vez, pero el niño parecía tener la mirada perdida, así es que perdimos
la esperanza de que él bajara a abrirnos.
Tocamos por
cuarta vez. Ahora, vimos que la puerta de entrada se abría, otro niño obeso
apareció (seguramente hermano del niño de la ventana). Nos vio, gritó
“¡Cállense!” a todo pulmón y volvió a cerrar la puerta.
La verdad es
que no nos podíamos ir, pues el coche de mi hermano estaba estacionado afuera y
pensamos que tal vez podría necesitarnos en caso de que el colmilludo estuviera
por ahí.
Dicen que no
hay quinto malo, así es que tocamos por quinta vez. Esta vez no apareció
ninguno de los niños gordos, sino una mujer de mediana edad. A primera vista
parecía molesta por algo, tal vez por tener que abrir la puerta a unos
perfectos desconocidos mientras se perdía la diversión de la fiesta.
No nos
disculpamos por interrumpirla, tan sólo dijimos “buenas noches”. Su respuesta
fue una imitación de nuestro saludo, pero en seco. Y como no nos dijo que nos
fuéramos, y además nos abrió la puerta, supusimos que eso era una invitación a
pasar.
Justo en la
pared frente a la entrada había unos cuadros que no pude dejar de ver pues eran
realmente impresionantes. Unos eran fotografías antiguas y los otros retratos a
lápiz. Unos eran niños y otros adultos. Era una colección impresionante de
seres sumamente extraños. P.T. Barnum seguramente hubiera pagado millones por
incluir a todos estos seres en su Freak Show. Pero lo más impresionante, era el
increíble parecido entre estas caras y el individuo de los colmillos.
Desgraciadamente,
apareció Tere y no me quedó más remedio que desviar mi mirada de esa
extraordinariamente interesante pared de los horrores. Recordé que esperaba ser
felicitada y, con la mejor de mis sonrisas, le entregué un regalito.
Mientras
ella inspeccionaba el regalo, y al darme cuenta que ya no era posible ver la
pared de la entrada, opté por echar un vistazo inicial por el interior de la
casa de los Usher después de dar las buenas noches a las personas ahí
presentes. De entrada, puedo decir que no había música, sino un constante
murmullo ininteligible.
Sentado de
frente a donde nos encontrábamos, en lo que supuse era el comedor, se
encontraba un anciano con un Parkinson muy avanzado. Estaba siendo alimentado
por una mujer, creo que la misma malencarada que nos abrió.
La voz
chillona de Tere afirmando que era un regalo precioso me distrajo de mi
observación, misma que Tere aprovechó para decirnos que pasáramos. Ahí estaba
mi hermano, quien al vernos lanzó un suspiro de alivio nada discreto.
Tere nos
condujo hacia unos lugares frente a la mesa del comedor, justo en el extremo
opuesto al hombre del Parkinson. Noté que, aunque nuestro “buenas noches” general
fue poco contestado, la gente que estaba dentro de la casa no nos quitaba la
vista de encima. Me disponía a observarlos uno por uno cuando noté que la mesa
estaba cubierta con un plástico transparente y grasoso que estaba encima de un
mantel navideño, aunque estábamos casi a finales de febrero. Alejamos las
sillas lo más posible de la mesa y mentimos a Tere, afirmando que acabábamos de
cenar.
- Pero
pastel sí van a comer.
Y sin
esperar nuestra respuesta, que hubiera sido negativa, nos sirvió pastel.
Ahora sí,
con el pastel intacto enfrente, pudimos ver a los otros invitados.
Debo decir
que no era el tipo de fiesta que esperaba. Ya no recuerdo cuántos años cumplía
Tere, pero debían ser alrededor de veinte, por eso suponía que sería una fiesta
de jóvenes, con escándalo, risas y más alcohol del necesario. Pero la realidad
era muy diferente, pues todas las personas que estaban sentadas en la sala,
eran adultos mayores de cincuenta años y más parecían estar en un funeral que
en la fiesta de una jovencita.
De la cocina
salían invitados, se metían por un pasillo que estaba a mis espaldas, en donde
aún había un Nacimiento, y por ahí desaparecían tal vez por una puerta que yo
no alcanzaba a ver. De ahí salió un sujeto vestido como si estuviera haciendo
ejercicio, y dijo:
- La música
que llegó para quedarse.
Se sentó, y
oímos la música. Tampoco me pareció que fuera la música ideal.
Mi vista iba
continuamente hacia el viejo con Parkinson, ya que sospechaba que nuestra
presencia había influido para que la malencarada dejara de alimentarlo, y eso
me parecía terrible. En algún momento el anciano logró tomar la cuchara, logró
ponerle comida y casi llevársela a la boca, mientras yo lo animaba con el
pensamiento.
En eso
estábamos el viejo y yo, a punto de atinarle a la boca, cuando aparecieron Malencarada
y su hermana gemela y quitándole la cuchara, una de ellas dijo:
- Ya es hora
de guardar al abuelo.
Me dejaron
boquiabierta.
Entre las
dos tomaron al abuelo por las axilas y con algo de prisa (por no decir
bastante) lo condujeron hacia una puerta cercana a la entrada, que yo hubiera
jurado que era un closet. Y, por la mirada que intercambiamos Carlos y yo, pude
concluir que él pensaba lo mismo que yo.
Apenas nos recobrábamos
de esta impresión, cuando una niña de unos cuatro años salió por el pasillo a
mis espaldas con una escoba, cosa que a nadie le importó. Pero su intención no
era precisamente barrer, sino usarla como macana para golpear a un bebé.
Afortunadamente la madre del niño intervino antes de que fuera demasiado tarde
y le quitó el arma.
Había una
invitada como de unos treinta años que no hablaba con nadie. Se levantó cuando
llegó un hombre, tal vez su esposo. El recién llegado no saludó a nadie. Traía un
sobre en las manos que le entregó a la mujer después de susurrarle algunas
palabras. Entre los dos lo abrieron y sacaron una especie de plano que
analizaron por unos minutos. Se despidieron y se fueron. Tal vez era el mapa de
un tesoro.
Llegó una
adolescente que dijo ser la prima de Tere. Se fue y al rato volvió a entrar
vestida diferente y nos la volvieron a presentar. Luego volvió a llegar vestida
como la primera vez. Fue hasta después de varias entradas y salidas que
descubrimos que no era una, sino dos iguales. Fue cuando se juntaron que una de
ellas metió la mano en una gelatina que estaba sobre la mesa y sacó un pedazo
de piña que se le antojó. Mientras, la otra se comía el merengue del pastel con
el dedo. Entonces noté que mi aun intacto pedazo de pastel tenía varios dedos
marcados en el merengue.
En algún momento,
Tere se sintió inclinada a contarnos sobre su vida. Señalando un refrigerador
que estaba en el comedor, nos dijo muy orgullosa:
- Tenemos
dos refrigeradores. Pero este, ya me dijo mi mamá que cuando me case va a ser
mío ¿verdad, mami?
Y al decir
esto, volteó a ver a una mujer cercana a los setenta años que iba envuelta en
un sudario y a la que no habíamos visto antes. La mujer simplemente asintió y
siguió su camino, como deslizándose. Qué frío sentimos de repente.
En ese
momento se acercó un hombre y se sentó al lado de Carlos. Me asustó esta
aparición tan repentina.
- Buenas
noches –nos dijo muy ceremonioso- . Yo soy tío de Tere y como los veo un poco
alejados, pues decidí venir a platicar con ustedes. Quiero que se sientan como
en su casa. Yo no soy la persona más indicada para decirles esto, porque no es
mi casa, es la casa de mi tía. Pero siéntanse como en su casa. Yo soy el tío de
Tere y, como es mi sobrina, quiero que sus amigos se sientan como en su casa. Aunque,
como ya les dije, esta no es mi casa, pero yo se las ofrezco para que se
sientan como en su casa, porque… bla… bla… bla…
Horas después,
o al menos a mí me pareció que habían pasado horas, de pronto se quedó callado
y agregó:
- Yo debí
haber sido político. Pero, ahora sí en confianza…
Y aquí fue cuando
empezó a proferir una serie de palabrotas que en mi vida había oído.
El
disparatado discurso de este individuo logró que Luis y yo intercambiáramos
miradas y Carlos y yo patadas por debajo de la mesa. Todo eso significaba: “ya
vámonos”.
Y estábamos
a punto de levantarnos para despedirnos, cuando Tere hizo una nueva aparición
y, sin venir al caso, nos contó que su papá no había llamado para felicitarla
por su cumpleaños. Era obvio que si la dejábamos proseguir con su historia no íbamos
a poder evitar que llorara. Y si lloraba, no nos podríamos ir. Así es que sin
más, le dijimos que seguramente todo estaría bien y más tarde la llamaría. Y
aprovechando su confusión, nos levantamos rápidamente. Pusimos de pretexto que estábamos
invitados a otra fiesta, y sin darle tiempo a insistir, salimos los tres de la
casa con un “buenas noches” general.
Sólo pude
dar un último vistazo a los cuadros. Me hubiera gustado verlos con
detenimiento.
Una vez que
llegamos a la calle, sentimos un verdadero alivio.
Tal vez le
darían al abuelo el resto de su cena.
Luis se fue
en su coche, aliviado de haber salido ileso.
Y nosotros,
una vez dentro del coche, empezamos a comentar lo que acabábamos de vivir.
Carlos, muy
asombrado, me dijo:
- ¿Te
fijaste que todas las sillas eran diferentes?
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
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