Grandes tráilers
cargados de grano eran pesados en unas enormes básculas antes de descargar el
grano que llenaría los silos para convertirse en aceite, otros tráilers eran pesados cuando salían,
llevando miles de botellas llenas de aceite, miles de litros para su distribución
y venta.
Cualquiera diría
que la ciudad entera se bañaba en aceite cada día.
Esa tarde,
por un momento, en medio de la tormenta, se detuvo la actividad de esos cientos
de obreros parecidos a hormigas. Se fue la luz y, de pronto, todo fue silencio.
Antes de que empezara a funcionar la planta de luz se oyó un grito. La típica
broma de los obreros cuando por alguna razón la energía eléctrica era
suspendida y todo quedaba en completa obscuridad. La luz y el ruido de las
máquinas volvieron a todos a su actividad.
Serafín
López era un obrero del turno del medio día, de los que salen por la noche. Llevaba
apenas un mes en la fábrica y ya había faltado unas cinco veces. Por eso,
cuando el vigilante de la puerta aseguró que la noche anterior no había salido
de la fábrica, la reacción general fue de incredulidad. En todo caso se había
salido sin checar tarjeta o alguien la había checado por él a la entrada.
Culparon a Eulalio Martínez, su amigo, de haber checado la tarjeta de Serafín
para que no se le descontara el día, pero Eulalio lo negó todo. Y, aunque tenía
cara de culpabilidad, como Serafín ya no regresó a trabajar, pues tampoco
importaba que le hubieran checado la tarjeta.
El vigilante
insistió: estando él presente, nadie (y recalcaba el “nadie”) checaba dos o más
tarjetas.
Como Serafín
no era un buen trabajador, poco les importaba a todos si había ido o no. Simplemente
se dio aviso al sindicato y se buscó a un nuevo obrero para ocupar su lugar.
Como en el
teatro, la función en las fábricas debe continuar.
Los silos
estaban rebosantes de grano. Había que acelerar la producción de aceite pues,
además, se estaba agusanando.
Días
después, descubrieron un montoncito de ropa atada con una cuerda en un rincón
de la fábrica. Eulalio Martínez la reconoció como de Serafín López, y eso fue
lo último que se supo de Eulalio, pues pretextando un fuerte dolor de cabeza,
se fue para nunca más volver.
Entonces ¿el
vigilante tendría razón? ¿Serafín nunca salió?
Tardaron días
en comprender que ese ligero tono rojizo del último lote de aceite no se debía
a un hongo. Fue demasiado tarde, pues Serafín ya había salido en unos enormes tráilers
rumbo a miles de casas en las que serviría para freír la deliciosa comida de
mamá.
Esas casas
en las que las mamás llamarían a sus hijitos y a sus maridos a la mesa con el
tradicional: ¡A comeeeer! Así, alargando la e.
SILVIA
RAMIREZ DE AGUILAR P.
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