Friday, September 27, 2019

ENTRE FUEGO, MOCO Y BICHOS



Normalmente medito muy bien mis acciones. Me detengo a analizar los pros y los contras de lo que tengo planeado hacer y busco más de una solución o más de un camino, pues así voy sobre seguro y no me topo con sorpresas desagradables.

Sin embargo, ha habido algunos momentos en mi vida en los que he actuado de manera impulsiva, con resultados verdaderamente desastrosos.

En este momento recuerdo tres de esas pésimas ideas:

La primera de ellas sucedió en mi casa.

En mi jardín, en un rincón oculto, se habían acumulado muchísimas ramas secas.
Mi marido, quien ya había muerto hacía como ocho años, solía guardar las ramas celosamente, pues servían como combustible para prender fuego en un asador, en el que preparaba paellas muy buenas. Así, mientras las ramas tuvieron un uso, estuvieron controladas, pero ocho años después, ahí seguían las que él había guardado, más las que yo había sumado.

No es que hubiera toneladas de ramas, pero todos sabemos que las ramas tienen pequeñas ramas y esas pequeñas ramas tienen otras aún más pequeñas y eso hace que ocupen demasiado espacio y me estorbaban. Además, me di cuenta de que no tenía necesidad de acumularlas, pues jamás haría una paella y, aunque quisiera o supiera hacer una, el asador se había oxidado y hasta hoyos tenía.

Sé que un jardinero rápidamente podría haber acomodado todas las ramas juntas después de  cortarlas del mismo tamaño y, con la misma destreza que un payaso convierte un globo en un perrito, hubiera tenido listas, al menos, un par de relucientes escobas. Pero yo no tenía jardinero, pues tampoco tenía pasto.

Así es que mi atado de ramas quedó nefasto. Mi plan B fue meterlas en un costal. En mi mente, las ramas entraban al costal con una facilidad impresionante, pero en la vida real, luchaban con uñas y dientes y se aferraban a la orilla del costal, por lo que solo unas cuantas quedaron atrapadas ahí dentro.

Este es el momento en el que, decidida a terminar con tanta rama, vino una maravillosa idea a mi cabeza. Rápidamente procedí a acomodarlas todas, incluso las del costal, que ahora se negaban a salir, en una jardinera que en ese momento no tenía plantas. Era un área cerrada que me permitiría controlar la situación. Y, con la ayuda de un poco de alcohol, les prendí fuego.

Al principio, todo fue maravillosamente bien. Era domingo y yo tenía una buena fogata en el jardín. Hasta lamenté no tener malvaviscos.

¡Qué buena idea la mía!

Sin embargo, mi gozo se esfumó muy pronto, pues poco a poco las llamas empezaron a crecer y mis dudas junto con ellas. Hubo un momento en el que el fuego estuvo a punto de alcanzar a mi árbol de chabacanos, y entonces me di cuenta de que debía detener el fuego a como diera lugar.

Miré a mi alrededor y allá, como a diez metros, la manguera me sonreía.

No dudé ni un segundo: abrí la llave del agua y procedí a mojar las ramas que ya estaban al rojo vivo.
El nefasto resultado fue una gigantesca nube de humo blanco, que fácilmente hubiera podido equipararse a una cumulonimbus. Esta inmensa nube, cubría toda el área de mi jardín y subía hacia el espacio sideral. Estoy segura de que hasta los extraterrestres, desde sus remotos planetas, pudieron ver lo que sucedía en mi jardín, por eso no entiendo cómo es que los vecinos no llamaron a los bomberos.

La buena noticia es que una vez que se disipó toda esa humareda, y cuando al fin pude ver algo que no fuera blanco, descubrí con regocijo que las ramas se habían reducido a unos pequeños tronquitos carbonizados.

Y ya que estamos afuera, fue aquí donde tuve otra de mis maravillosas ideas.

Mi perro Fluffy vivía en el jardín, y era allí donde tenía sus platos. A veces no tenía tanta hambre, y su plato de la comida permanecía lleno de croquetas hasta el día siguiente. Digamos que comía cuando quería y eso nunca fue un problema ni para él, ni para mí. Y así pasaron muchos años, hasta que, poco a poco, fui notando que alguien más se alimentaba de las croquetas de Fluffy.

De noche, varias babosas (sí, esas primas de los caracoles que no tienen concha), aprovechando que el plato estaba servido, se daban un festín, dejando sobre las croquetas caminitos brillantes del moco que secretan para poder deslizarse.

¡Asqueroso!

Busqué y busqué sin éxito el lugar en el que se escondían durante el día para evitar que llegaran hasta la comida de mi perro, pues muchas veces me tocó despegar a estos molestos moluscos, tirar las croquetas contaminadas y, además, tener que lavar el plato, que seguía resbaloso a pesar de las muchas lavadas.

De nada sirvió cambiar varias veces el plato de lugar e incluso ponerlo en un lugar más alto, pues las babosas no eran nada babosas y volvían a encontrarlo con suma facilidad.

Mi paciencia, que a veces es infinita, esta vez se agotó.

¿Qué se creían esos bichos? Ya verían que habían hecho muy mal metiéndose conmigo.

Así es que, una noche esperé pacientemente a que el plato se llenara de babosas, y cuando ya estuvo reunida toda la familia, abrí la puerta y, casi con una carcajada de bruja, arrojé al plato puños de sal.
No quise ver cómo se retorcían. Simplemente cerré la puerta y me fui a dormir.

A la mañana siguiente, descubrí mi estupidez.

Yo había leído que las babosas y los caracoles se deshidratan cuando les pones sal, y estaba lista para encontrar babosas deshidratadas, como chiles secos, algo así como chiles pasilla, pero nunca estuvo mi mente preparada para lo que había sucedido en el plato de Fluffy.

Aquella familia de babosas había pasado de ser entes separados, a una asquerosa fusión, que incluso parecía haber burbujeado en algún momento de la noche y que había tomado la forma circular del plato. Digamos que se había convertido en una especie de tapa, de una consistencia tipo hule, que intenté separar del plato, ayudándome con la pequeña pala del jardín, al mismo tiempo que contenía las arcadas que se fueron haciendo más y más frecuentes, hasta que opté por tirar todo a la basura, con lo que Fluffy salió ganando.

Entendí, gracias a esa nauseabunda lección, que era mucho mejor hacer un círculo protector de sal y poner el plato nuevo en el centro de ese círculo.

Mi tercera pésima idea sucedió en Cancún.

Estoy convencida de que no hay peor bicho en la creación que las cucarachas de las grandotas, esas cuyo nombre científico es Periplaneta Americana. Por eso, esas vacaciones no quería toparme con ninguna, a menos que estuviera muerta.

Mi plan era perfecto: apenas llegara a mi habitación, pondría una barrera protectora entre ellas y yo. Y justamente eso fue lo que hice, rocié insecticida dentro de la coladera de la regadera para que se murieran antes de salir.

Muy satisfecha con mi acción, abrí mi maleta y empecé a sacar la ropa, perfectamente tranquila, pues no me toparía ni de casualidad con ninguno de estos desagradables y enormes bichos.

Pero, cuando volví a entrar al baño para dejar mi shampoo, me llevé la peor sorpresa de la que tengo memoria. En mi ignorancia, había abierto las puertas del inframundo, seguramente los señores de Xibalbá enojados por mi acción, habían decidido desquitarse, pues de la coladera estaban saliendo cucarachas moribundas que iban de aquí para allá, queriendo escapar de los vapores del mortal insecticida. Y yo, como ellas, también iba de aquí para allá intentando escapar, pues me da terror pisarlas.

Mi pánico fue tal, que estuve a punto de renunciar a mis vacaciones, incluso volví a cerrar mi maleta. No obstante, ese día entendí que no importa la edad que tengas, siempre vas a recurrir a tu mamá cuando estás en conflicto y siempre tu mamá vuelve a ser una heroína a la que vuelves a ver como cuando eras niña. Gracias a ella las cucarachas desaparecieron. La coladera quedó tapada y yo pude disfrutar de unas maravillosas vacaciones en familia.

Y supongo que las cucarachas que no murieron siguieron viviendo muy felices dentro de su maloliente coladera, de lo cual me alegro siempre y cuando estén lejos de mí.

Silvia Ramírez de Aguilar P.


No comments:

Post a Comment