Se armó todo un escándalo aquel día en Parvulitos, en
la calle de Pedro Moreno. Los niños y las monjas gritaron (la mayoría sin saber
por qué), los vecinos salieron, la gente que pasaba por la calle corrió
despavorida. El chisme corrió de boca en boca, que si Parvulitos se incendiaba,
que si una monja se había muerto, que si había entrado un maleante.
Cuando llegaron los padres de familia, Vicentito Rosas
no dejaba de llorar, lo que le impedía explicar a su abuela qué era lo que le había
sucedido y porqué tenía la carita toda arañada. Al pobre Vicentito le faltaba
el aire y la Hermana Clotilde no hablaba, pues se lo había prohibido la Madre
Superiora.
El único otro testigo de lo sucedido era Rogelio, un
niño de la edad de Vicentito, quien miraba a su compañerito luchar contra las
lágrimas, el hipo y los mocos; y a la Hermana Clotilde mirar hacia otro lado, como
si no fuera asunto suyo. Así es que, finalmente, el niño decidió explicar a los
presentes qué era lo que había pasado, orgulloso de ser el único que sabía la
verdad.
- Vicente se portó mal y lo castigó el Diablo –dijo,
con una vocecita que apenas se escuchó.
La abuela de Vicente miró a Rogelio. Los ojos azules
del niño también la miraban, pues el niño esperaba que la mujer diera alguna
muestra de entendimiento, como poner cara de asombro, lo que indicaría que ya
no tenía dudas sobre lo que le había pasado a su nieto, pero en lugar de eso,
la abuela hizo una mueca de disgusto y exclamó:
- ¿Qué?
Rogelio suspiró, comprendiendo que debía haber hablado
más fuerte para que la señora escuchara. Seguramente era medio sorda.
- Que Vicente se portó mal y lo castigó el Diablo
–repitió el niño, esta vez gritando.
Ahora sí se escuchó hasta la calle, donde estaban
reunidos un montón de chismosos, tratando de ver a través de las ventanas que
daban a la calle. Todos los adultos presentes miraron a Rogelio y después se
preguntaron entre ellos si acaso habían escuchado bien lo que había dicho el
niño.
La Madre Superiora, quitando importancia al asunto,
explicó que, al parecer, un pajarito (juntando el índice y el pulgar, dando a
entender que había sido un pájaro diminuto), había entrado por la ventana y,
buscando por donde salir, había arañado la carita del niño, sin ninguna mala
intención. Agregó que era mejor que la abuela se llevara a su nieto y le
limpiara los arañazos.
- No fue un pajarito –exclamó Rogelio, tratando de
aclarar la situación, pues por lo visto la Madre Superiora no sabía bien lo que
había pasado-. Yo sí vi. Era el Diablo.
Pero ya nadie hizo caso a lo que Rogelio decía y
Vicentito y su abuela se marcharon junto con otros padres de familia que
aprovechaban para llevarse a sus niños de una vez.
Fue entonces que la Madre Superiora llamó aparte a
Rogelio y le pidió que no volviera a decir que había sido el Diablo, que
recordara que había sido un pajarito.
Pero si alguien tenía buena memoria en Lagos de
Moreno, a pesar de su corta edad, ese era Rogelio. Jamás olvidaba nada. Cerró
los ojos y volvió a ver la escena:
Todo empezó porque Vicente no quiso recoger los
lápices de colores que tiró al piso. Eso hizo enojar a la Hermana Clotilde. Se
puso roja, como siempre que se enoja, y dijo: “El Diablo te va a castigar y te
va a llevar por portarte mal”. En ese momento entró el Diablo por la ventana.
Era como el murciélago que había visto en un libro, pero muy grande, negro y
olía muy mal. El Diablo voló hasta donde estaba Vicente, le arañó la cara y
salió por la misma ventana. Fue cuando gritaron Vicente, la Hermana y él. Y después
gritaron todos los demás, los que no habían visto nada.
- ¡No! ¡No! –insistió la Madre Superiora, dando
reglazos sobre la mesa- Fue un pajarito, me lo dijo la Hermana Clotilde.
Los reglazos y la voz de la Madre Superiora asustaron
a Rogelio, quien ya no insistió, pero dentro de él sabía que la Madre no había
visto nada, que no había sido un pajarito, y no le gustó que la Hermana dijera
mentiras.
Rogelio no volvió a ver en Parvulitos ni a Vicentito,
ni a la Hermana Clotilde y después de unos días dio por hecho que se habían
portado mal y se los había llevado el Diablo. Por eso no había que decir
mentiras.
Pasaron más de cincuenta años y una mañana que estaba
en la calle, Rogelio vio pasar junto a él a un hombre con la cara arañada. Iba
corriendo y parecía tener prisa por entrar a la Parroquia de la Asunción. Se
quedó perplejo, pues por décadas no había vuelto a pensar en lo que había
sucedido hacía ya tanto tiempo en aquella su primera escuela. Toda la escena
del “Diablo” vino a su mente.
Con el tiempo, había llegado a la conclusión de
que ese diablo había sido algún tipo de cuervo asustado y hasta había sentido
pena por la Hermana, pues en qué mal momento había amenazado al niño.
Seguramente por eso había recibido un fuerte castigo por parte de la furiosa y
mentirosa Madre Superiora.
Sin pensarlo, Rogelio corrió hacia la Parroquia y subió
de dos en dos los escalones de la entrada. Necesitaba volver a ver a ese
hombre, comprobar que lo que se le acababa de ocurrir no podía ser cierto.
Los ojos de Rogelio recorrieron el interior de la
Parroquia, buscando al hombre aquel. Lo vio hincado, a un lado de San Hermión. Rogelio se persignó
y caminó por el pasillo central. Tenía que acercarse y verlo de frente, por lo
que caminó sigiloso y se sentó en una banca del otro lado de la iglesia, una
fila más atrás, lugar desde el que podía observar al hombre sin ser visto.
- Dios te salve María, llena eres de gracia…
La voz del hombre llegaba hasta oídos de Rogelio. Se
veía que estaba en una situación en la que tenía mucha necesidad de ayuda
divina y Rogelio, aun sin estar seguro de que se tratara de quien él pensaba,
sintió tal compasión que rezó también por él. En ese momento, con los dos rezando
al unísono, algo sucedió: el hombre se giró y los dos se miraron. El gran
archivo de imágenes del cerebro de Rogelio comparó al hombre que estaba viendo,
con el niño de sus recuerdos.
- Vicentito –susurró, maravillado, reconociendo en ese
instante a su antiguo compañerito.
Vicente se levantó atemorizado, con la intención de
huir, pero algo que vio en Rogelio lo hizo detenerse.
- Yo sé quién eres –dijo-. Tú estabas ese día. Tú
viste.
- Sí, yo estaba.
- ¿Verdad que lo viste? Nadie me cree –su angustia era
palpable.
Rogelio sugirió salir de la Parroquia y lo condujo
hacia un lugar llamado Rapid Lunch. Era temprano y podían desayunar.
Era difícil empezar la conversación sin antes saber
qué le había pasado a Vicente en la cara. Definitivamente no eran los rasguños
de hacía años, estos eran frescos, así es que Rogelio señaló con el dedo su
propia cara para invitarlo a hablar.
- Fue el Diablo –explicó Vicente, con los ojos llenos
de lágrimas.
Cualquiera que no supiera la historia de Vicente
hubiera reído ante semejante afirmación.
- Tú estabas ahí cuando me pasó la primera vez. Desde
entonces, me ha pasado muchas veces. Mira las cicatrices. Tengo miedo todo el
tiempo. Por favor, dime qué viste ese día.
Rogelio pensó que el pobre hombre estaba fuera de sus
cabales, seguramente se arañaba a sí mismo. Tal vez podría ayudarlo haciéndole
ver que había sido casualidad la amenaza de la Hermana y la entrada del cuervo.
- No era un cuervo –dijo Vicente-. Olía muy mal. Era
el Diablo.
Tenía razón. Rogelio recordó el olor a putrefacción
que desprendía el animal aquel. Pero, de ahí a que fuera el Diablo…
- El Diablo me quiere llevar con él porque soy un
pecador.
Rogelio ya no tuvo ninguna duda. Qué tristeza que el
pobre Vicentito nunca se hubiera recuperado de ese incidente. Decidió no
contradecirlo más, y lo convenció de comerse un plato de fruta con yogurt,
granola y miel. Vicente devoró la fruta y aceptó comer también unas enchiladas.
- Hace mucho que no comía tan bien –confesó,
sonriendo.
- No hay como comer bien para sentirse mejor –le dijo
Rogelio.
- Decía mi abuela que barriga llena corazón contento -afirmó
Vicente.
- Pero la gula
es pecado –agregó, mirando para todos lados.
Rogelio sonrió con tristeza.
Al final del desayuno, los antiguos compañeros se
despidieron. Vicente dijo que tenía que irse, que lo mejor era que estuviera en
su casa. Sin embargo, estaba muy agradecido, pues ahora sabía que no estaba
loco, que el Diablo sí era el que lo atacaba, que lo que había pasado en
Parvulitos era de verdad.
Rogelio sintió mucha pena por ese hombre, por el
antiguo Vicentito. Le estrechó la mano con un apretón muy fuerte y lo miró
caminar hacia José Rosas Moreno, rumbo al Teatro. Apenas iba a llegar a la
esquina, cuando el cielo se nubló, una sombra bajó hasta Vicente y, aunque él
quiso correr y escapar, “eso” lo tomó con sus garras.
Vicente gritó, luchó por zafarse del agarre, rezó,
pidió ayuda a Rogelio y a la Virgen, pero de nada sirvió. Rogelio se quedó
paralizado. Pudo percibir el nauseabundo olor que despedía ese animal. Volteó
para todos lados buscando el apoyo de alguien, pero no había nadie. El único
que lo volteó a ver fue ese “diablo” que parecía un dragón. Era horrible, tenía
un hocico como de perro rabioso.
Tuvo miedo, mucho más miedo que la primera
vez, sobre todo cuando el Diablo le cerró un ojo con complicidad.
Paralizado, pudo ver cómo el Diablo se elevaba por los
aires, agitando las alas gigantes, llevando entre sus garras al pobre Vicente,
quien pataleaba y gritaba:
- ¡Rogelio! ¡Rogelio! Pequé de gula, pequé de gula…
Rogelio ya no estaba en edad de gritar, ni había una
monja junto a él para hacerle coro. Se quedó mirando las piernas de Vicente
patalear, hasta que se perdieron tras una de las torres de la Parroquia.
Entonces fue que decidió irse a su casa. Porque ¿qué hace uno cuando ve que a
un hombre se lo lleva el Diablo?
Sí, Vicentito desapareció. No quisiera estar en su lugar.
ReplyDeleteGracias por el comentario!!